La Ley de Memoria Histórica retiró todos los elementos alusivos al régimen franquista, escudos, placas, referencias a la contienda. La tardía actuación supuso que muchas piezas se perdieran definitivamente

Simbologías controvertidas a la vista

Durante setenta años figuró en la hoy calle Concordia la lápida conmemorativa del capitán Eloy. (Foto: ARCHIVO)
Franco se murió en la cama, de eso hace muchos años. Desapareció para los unos y para los otros, para los nostálgicos y detractores, beneficiados y sufridores, con visiones diametralmente opuestas porque la idea de los dos bandos, con el alzamiento militar sobre un gobierno legítimo, el de la República, y el eco de fondo de un conflicto fraticida es una causa imborrable.
La lápida del Capitán Eloy respiraba solemne como todas las lápidas porque son hechas para honrar a muertos. Eloy Álvarez Martín, formaba parte del grupo de ourensanos que a finales de julio de 1936 cayeron muertos en el frente de Asturias. Ese mismo año en acuerdo plenario se decide honrar al militar; por suscripción se costea una placa en mármol y bronce que recordará al finado durante setenta años, tantos que seguramente muy pocos sabían a quién correspondía, aunque fácil, por deducción, imaginar que su procedencia sería franquista. La lápida sustituyó en su día a otra que recordaba al cura agrarista Basilio Álvarez, y formaba parte del elenco denominativo de calles alusivas al régimen militar, José Antonio, Capitán Cortés, General Aranda, Calvo Sotelo, Coronel Ceano; todas de armas tomar y clónicas a las de otras localidades hasta que bien avanzada la democracia fueron paulatinamente cambiando de nombre; a algunas les costaría lo suyo.


EL MARTILLAZO

A la placa del capitán la partió una maza o un martillo -servidor no estaba presente- cuando Zapatero andaba ya muy entregado con la Memoria Histórica, con el gran problema de un país y de sus ciudadanos, a falta de otear esa otra burbuja más dañina que una bomba de racimo, o el ahora insistente machaque de la deriva secesionista que auguramos en ciernes; y es que es bien difícil ejercer de visionario y estar atinado.

Los restos de la lápida golpearon contra el suelo, el capitán nuevamente herido de muerte. A la calle, con justicia, le cambiaron el nombre por uno más adecuado, Concordia, el antiguo de Basilio Álvarez hubiera acarreado tras de sí otras connotaciones.

La Ley de Memoria Histórica liberó las ciudades de simbologías incómodas de la dictadura, impropias de una democracia sobre las que la Transición improvisó en ejercicio de malabares, alejando, en pro de una ansiada reconciliación, la posibilidad de afear algo más que la conducta a quienes represaliaron con saña a sus conciudadanos. Tal vez, las alternativas a una transición distinta enfilaban unos riesgos innecesarios, por mucho que ahora casi cuatro décadas después estos asemejen alejados y anecdóticos. La ley retiró de la luz escudos, placas, elementos conmemorativos que hacían alusión al régimen, al levantamiento militar y a la represión de la dictadura. Se salvaron del despiece todas aquellas piezas sobre las que incurrían 'razones artísticas'. Así que durante un tiempo la noticia resultaba de lo más monotemática, las innumerables estatuas ecuestres del dictador a caballo sobrevolaban con nocturnidad los parterres donde estaban situados para reubicarse en la clandestinidad. En Ourense, que por fortuna ninguna de ellas afeaba glorietas, se aplicó la ley retirando escudos con el águila de San Juan sobre edificios públicos como la Subdelegación o el Pazo de Xustiza, con actuaciones un tanto surrealistas.


SIN SIMBOLOGÍA PROPIA

El régimen franquista, que no tenía una simbología propia, salvo el lema pretencioso de 'Una, grande y libre' se apoderó de los elementos que figuraban en la alejada iconografía de los Reyes Católicos, acomodándola a sus circunstancias.

Todas las referencias simbólicas a otros tiempos, más si estas evocan lo que supuso la dictadura, es razonable que se proceda a su retirada, a su readecuación para que no interfiera en la convivencia, pero no su destrucción. De la estética urbana desaparecieron de las calles yugos y flechas, -en la Avenida de Zamora uno monumental sobre los muros de una vivienda que pasaría a ser chatarra-, lápidas, escudos, todos dignos de que un museo los recogiera y albergara -sin aspavientos- como parte del relato de la ciudad, acción nada reñida con la de soliviantar la memoria de aquellos que sufrieron juicios sumarios en el franquismo o yacen en fosas comunes bajo tierra.

A las dictaduras les pirran los espacios públicos, la historia lo ha dejado claro. Como no me gustaría dejar poso de amargura justo al final, me quedo con una imagen reciente, la de la señora de Kichner retirando a Colón de la vía pública, símbolo, sin duda, de la ocupación y la 'dictadura'.

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