El año 1991 se celebraron las últimas fiestas patronales, en honor a Santiago, en el pueblo de Aceredo, que un año más tarde quedaba sepultado por las aguas del embalse de Lindoso, obligando a sus habitantes a emigrar.

Las últimas fiestas en el pueblo

El pueblo de Aceredo, al fondo del valle, pocos días antes de ser inundado por las aguas. (Foto: ARCHIVO)
Sixto pasó la mañana sentado en la puerta de su casa.
Desde allí podía ver el campanario de la iglesia de Aceredo. Era 25 de julio de 1991 y aquellas eran las últimas fiestas que se celebraban en el pueblo. La empresa de electricidad portuguesa que construía el embalse ya había anunciado que el próximo invierno se cerrarían las compuertas. Y él, igual que los vecinos de los cercanos pueblos de Buscalque, O Bao ?desierto hacía algún tiempo- y Quintela tenía que abandonar su casa y poner rumbo hacia otro lugar. Pero antes de que llegase ese momento, escuchaba a la banda de música que tocaba junto al cementerio, antes de su traslado, al igual que la iglesia, hasta Compostela, donde los muertos y los santos quedarán a salvo de las aguas.

El anuncio de que el valle iba a quedar anegado por un embalse no era nuevo. En mayo de 1968 se firmó el convenio bilateral hispano-luso que regulaba los ríos internacionales. Entre ellos estaba el Limia y la presa de Alto Lindoso. Un proyecto de ingeniería de la empresa eléctrica portuguesa EDP de más de 100 mil millones de escudos, de los que un 20% se destinaron a las indemnizaciones de los vecinos, compensaciones a las diferentes instituciones afectadas y a la reposición de infraestructuras.

Desde aquella primera firma y hasta el cierre de las compuertas pasaron cerca de 24 años. Una generación que vivió con la espada de Damocles pendiendo sobre sus cabezas. El resultado fue una sangría humana que despobló aquella comarca sin futuro, donde apenas vivían unos cuantos vecinos de edad avanzada cuando en la presa se ultimaban los preparativos para anegar toda la zona.

Otro tanto sucedió en los pueblos portugueses afectados por Lindoso. Uno de ellos era Varzia, en Arcos de Valdevez. Perdían todas las tierras de cultivo cuando su única fuente de ingresos era la agricultura. Y en su caso, las indemnizaciones eran algo más que ridículas. EDP pagó a los afectados 35 pesetas por metro cuadrado en un lugar donde el minifundio era la tónica general. Sus habitantes ni siquiera protestaron. Aseguraban que nada iba a cambiar por mucho que exigiesen y que el futuro que les esperaba era emigrar. Muy diferente era la postura en el otro lado de la raia.

El proceso de negociación entre EDP y los vecinos afectados en los municipios de Lobios y Entrimo no fue fácil. Fue un año de protestas, concentraciones, denuncias, cargas policiales y reuniones que no llegaban a ningún lugar. Lo que estaba en juego era el derecho de los vecinos a recibir una compensación económica por renunciar a su historia, a sus paisajes y recuerdos.

Este era el caso de Manolo, que se negaba a perder su pasado. Por ese motivo resistió en su casa, situada en la parte alta de Quintela, hasta que el pantano llegó a su cota máxima, dentro del espacio considerado como de seguridad. Desde allí vivió el primer cierre de compuertas. Era el 8 de enero de 1992 y llovía torrencialmente desde hacia dos días. El río Limia bajaba crecido y el sonido era ensordecedor. El agua avanzaba sin que nada la detuviera y en apenas unas horas comenzó a cubrir las aldeas.

La Guardia Civil ayudaba a los vecinos que aún se resistían y se negaban a abandonar sus viviendas pese a que no dejaba de subir el nivel. María, una de las más ancianas de la aldea, se aferraba a la escoba y se empeñaba en barrer la entrada de su vivienda cuando el agua se encontraba a escasos metros. Decía que no quería que la casa quedara sucia. La humedad avanzaba por todos lados. Al atardecer apenas se veía la parte alta de Aceredo y Quintela. O Bao dormía bajo el embalse y poco quedaba de Buscalque. La empresa abrió al día siguiente las compuertas y el nivel bajó permitiendo a muchos regresar a sus casas. Tiempo suficiente para despedirse por última vez de aquellas aldeas ya cubiertas por el barro. El mismo lodo que ahora, veinte años después, sepulta lo que un día fue el lugar donde se celebraban las fiestas patronales de Santiago, justo enfrente al caserón de los Preta, abandonado a su suerte mucho antes de que llegase el pantano y cubriese con sus aguas un valle que jugaba al escondite con la luna entre las cumbres del Xurés.

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