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Árboles en el destierro

ay muchas palmeras en Orense, pero lo mismo las que languidecen en los tiestos que las que se ven en los parques públicos y en los jardines particulares están poseídas de una tremenda melancolía, porque no están a gusto entre nosotros, y desde el fondo de su corazón de leño maldicen al que las trajo a un país donde se hallan condenadas a perpetua esterilidad, pues en él no pueden madurar sus frutos.
Pero el más melancólico, sin duda, de todos estos árboles orensanos es uno que alguien plantó por desdicha en un jardincillo retirado, sombrío y metido hondamente entre cuatro muros. El sol, cuando lo hay, anda por encima de este jardincillo, pero sólo en contados días y en escasas horas baja a besar su musgo, y la pobre palmera, que lo ve y no lo alcanza, ha ido año tras año estirando su tronco segmentado, como si estirara el tubo de un viejo anteojo, con la esperanza de que el penacho de sus hojas se viera bañado por el calor y la luz solares. Ha crecido hasta subir por encima de los muros que lo rodean, pero los rayos dorados quedan aún más altos, y las ramas se inclinan ya con un gesto tal de renunciamiento, que se piensa enseguida que ante un árbol así debió recitar el emir cordobés, estos versos tan conocidos, que parecen escritos por un gallego:


'TÚ TAMBIÉN ¡OH INSIGNE PALMA!

ERES AQUÍ FORASTERA'.


Yo he observado durante todo el invierno a esta palma desterrada. La vi temblar de frío los días en que la helada blanqueaba sobre ella, he sorprendido su gesto de desolación cuando la niebla la envolvía, y me ha parecido que la lluvia, que una hora tras otra, resbalaba por sus hojas, era el correr de un llanto inextinguido.

La hija del desierto, acostumbrada a meter sus raíces en la tierra, apenas húmeda, de los oasis, ha tenido durante meses un charco a sus pies; en vez del cielo africano que azulea aún en la noche, ha contemplado el desfile incesante de las legiones grises de las nubes y en lugar de sentir a su lado la compañía de sus hermanos y la vecindad del oloroso tapiz de gaba, se ha crispado de horror al percibir cómo los dedos tibios de la humedad iban pintando de verde las paredes de la tierra y los tejados.

La pobre palma espera con ansia la llegada del verano con sus días largos, luminosos y calientes como los de la patria lejana, y desde que ha visto asomar las primeras hojas nuevas en una mata de hortensias madrugadora no puede dominar su impaciencia. A una abeja que volaba zumbando a su lado le preguntó si habían abierto ya muchas flores; a un 'tinque' de plumas azules, que se posó en sus ramas le dio prisa para que construyera su nido, y cuando las primeras golondrinas pasen lanzando sus vocecillas agudas por encima de su copa, tratará de inquerir de ellas que es lo que pasa en el Atlas, en el Sahara y aun más allá en el misterio de las grandes selvas.

Es triste la suerte de este árbol y la de todos los de su especie, a los que una moda deseosa de exotismos obliga a vivir muriendo fuera de su medio natural; pero aun fue más triste el destino de las innumerables palmeras que aquí en Orense y en Galicia entera levantaron sus penachos en épocas remotas, cuando no había hielo en los polos y una vegetación edénica cubría toda la tierra. No se trató entonces de una emigración forzada, no se trató de trasladarse de un país a otro país; fue que la propia patria nativa, hasta aquel momento grata y amorosa, se transformó tornándose dura y hostil.

Dicen ahora que son las radiaciones cósmicas las que provocan estas variaciones climáticas que ahuyentan la lluvia de unos lugares, que hacen avanzar el hielo sobre otros, y que obligan a emprender un éxodo a plantas y animales. Quizá sea esta la causa, quizá sea otra que se conocerá algún día o que no se conocerá nunca; pero lo cierto es que aquellas palmeras gallegas sintieron que el frío las asía cada vez con mayor fuerza, vieron helarse sus hojas en el invierno, y miraron cómo caían al suelo sus frutos sin llegar a madurar. Hasta que viejas ya, y sabiéndose incapaces de tener descendencia, acabaron por morir y por desaparecer.

Han vuelto ahora estas palmeras traídas por la moda, a instalarse en Galicia y en Orense, metidas en tiestos, alineadas en las avenidas de los parques, ocupando a veces el centro de los parterres de los jardines. Llueve y hiela sobre ellas y la niebla las envuelve, y sufren, pero las sostiene y las hace vivir la esperanza del verano, y otra esperanza más remota todavía, la de que retornen los antiguos tiempos en que no había nieves ni hielos, ni escarchas que impidieran madurar los frutos.

Los pobres árboles en el destierro presienten que esos tiempos llegarán algún día, pero los presientes tan lejanos que no se atreven a interrogar sobre ellos ni a la abeja, ni al 'tinque' ni a la golondrina.

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