Opinión

La democracia amenazada

En el último siglo, la geopolítica mundial giró en torno a dos ejes que se detestaban y rechazaban entre sí; por una parte, el llamado mundo libre con el epicentro en los Estados Unidos; y por la otra, el mundo comunista situado básicamente en lo que ahora calificamos de antigua URSS (Unión de repúblicas socialistas soviéticas). Claro que a esta afirmación global había que ponerle muchos matices, pero grosso modo era así hasta que la URSS se derrumbó de una forma descontrolada, convertida en una ruidosa ruina de escombros. Durante unos años fugaces con Boris Yelsin en el poder, sucumbimos al deslumbramiento de que sobre las cenizas totalitarias se iba a construir una arquitectura democrática liberal, No fue así. De los escombros de la ruina surgió un oscuro oficial de la KGB (la siniestra y temida policía secreta) llamado Vladimir Putin que por medio de oscuras circunferencias delictivas subió al escenario del poder y una vez en él se deshizo de todos los oponentes y enemigos y ahora ante las próximas lecciones es el amo absoluto del país. Al más temible de los opositores que le quedaban, Alexei Navalni, lo acaba de asesinar en una helada cárcel del norte de Siberia.

Hace dos años decidió invadir Ucrania y ahora está enfangado en una guerra sangrienta y amenaza con extenderla a otros países. Acumula muertos sobre muertos, pero eso no parece importarle a ese hombre obsesionado únicamente por el poder. Su determinación belicista podría conducirnos a una tercera guerra mundial, incluso si se siente acorralado no dudará en acudir a las armas atómicas. Lo ha dicho sin tapujos. Y curiosamente la mayoría de los partidos situados en el arco de la extrema derecha le apoyan. Las decisiones de Putin fatigan la razón, la lógica y el sentido común.

Sucede lo mismo, en el otro polo de la vieja política. Desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y después de un mandato salpicado de incidencias absurdas y delitos probados, ahora vuelve apoyado por una marea de seguidores republicanos a disputar la presidencia de los Estados Unidos a Joe Biden el próximo cinco de noviembre. Puede ganar y sería una noticia inquietante para todo el mundo, ya que entraríamos en un terreno donde el absurdo ocuparía el lugar del sentido común y los extremismos la dialéctica equilibrada.

Para Europa sería una desgracia. Ante esta posibilidad, a lo largo de Europa se está extendiendo un perfume de miedo y una desconfianza que recorre las cancillerías del viejo continente. Trump lo ha confesado sin pudor, si logra la presidencia retirará el paraguas de la OTAN a aquellos países que no estén al día de sus pagos con la organización. No solo eso, dados sus compadreos con Putin, no pondrá freno a los expansionismos imperiales de Putin en sus entornos geográficos. De ahí los fundados temores de los países bálticos,

Las noticias que nos llegan de Ucrania son desalentadoras. Rusia va ganando posiciones, tiene muchos hombres en el frente y un abundante contingente de armas. Ucrania le faltan hombres y carece de armas, solo les sobra coraje e imaginación. En una hipotética presidencia de Trump cesaría la ayuda estadounidense. Incluso ahora tiene las manos atadas por la mayoría de los republicanos en el Congreso.

Trump es un negacionista del cambio climático, lo que significa frenar la lucha para evitar y retardar ese fatalismo. Y manifiesta una gran complacencia con los autócratas y ultraderechistas que van apareciendo en las diferentes elecciones. En Europa vemos cómo el extremismo derechista está instalado con Orbán en Rumanía y se extiende con fuerza por otros países como en Francia donde el populismo extremista de Le Pen encabeza los sondeos. La extrema derecha se consolida en Alemania y en Holanda y crece de manera alarmante en Bélgica y Suecia. Soplan malos vientos para la democracia en este año de saturado de citas electorales. Todo indica que al terminar el año, la mayoría de los habitantes del planeta corren el riesgo de terminar diciembre bajo regímenes extremistas o dictatoriales. Es cierto que hay excepciones como Brasil y Polonia. En Brasil, Lula da Silva le ganó el pulso al populista ultra Bolsonaro y en Polonia triunfaron las tesis europeístas de Donald Tusk. No ocurrió lo mismo en Argentina, el enloquecido ultraliberal, Milei consiguió instalarse en la Casa Rosada. En Salvador, el implacable Nayib Bukele consiguió un segundo mandato, barriendo a sus rivales con el discurso de la seguridad a cualquier precio. Se vanaglorió de haber desterrado las bandas delincuentes, encarcelando a 76.000 personas, la mayoría sin ninguna galería procesal. No contempló otros métodos como el apoyo a los marginados que terminarían en la delincuencia. En la galaxia roja, el presidente Maduro trata de frenar la próxima cita electoral y de no lograrlo trata de impedir presentarse a sus más sólidos competidores. 

En Nicaragua, el presidente Daniel Ortega encarcela o expulsa del país a todo aquel que se le oponga, ya sea obispo o exministro sandinista. Está haciendo buena la dictadura de Tachito Somoza a la que combatió con éxito.

¿A qué se debe esta fascinación por la ultraderecha? Hay varios factores, entre ellos, la incertidumbre, el miedo a las grandes mutaciones y a las corrientes migratorias con sus costumbres y religiones opuestas. Todo esto enciende los fuegos de la xenofobia. En muchas ocasiones los demócratas y tolerantes no logran hilvanar un discurso alternativo eficaz para frenar a los extremistas.

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