Opinión

“¡Hala artistiña!”

Sigo escribiéndoles desde Lisboa, capital que es de todas las nostalgias. Ahora, la nostalgia sentida es la de este mismo artículo, ya casi prácticamente terminado, borrado que fue por mi impericia de tantos años, trabajada día a día, impulso a impulso, indebidos uno y otro; pues así hoy. También hoy. Así que empiezo de nuevo.

Les hablaba en él de Amador Rego Villar, hombre de cualidades significadas entre las que este escribidor de ustedes destacaba, en el desaparecido artículo, su memoria prodigiosa. Se diría de ella que es propia de elefante. Y aún más, que es elefantiásica; tan grande e imponente se nos ofrece como esas piernas, sólidas columnas que son, de las personas a las que, a sus problemas circulatorios, suman algunos hormonales. Así la memoria de Amador, que se lo sabe todo de Ourense desde hace unos cientos de años para acá.

A memoria tal y prodigiosa debo sumarle yo la condición de su amistad, sólida y firme, asentada para con las gentes hacia las que se la profesa sin merma alguna a causa de los distintos avatares que cada una de ellas atraviese. Ítem más. Rego Villar es puntual lector de estas mis evocaciones bisemanales, pese a que no siempre lo sean, o incluso pese a que así resulten semana tras semana. Amador es, como se ve, bastante persistente. Incluso se podría de decir de él que es de una contumacia tal que es capaz de abrir una ostra por persuasión.

A mi me escribe y me enmienda en cada uno de mis errores o de mis olvidos. Suele hacerlo por medio de eso que la gente llama un e-mail y los más enxebres llamamos un correo-e. No siempre hago mención de sus ayudas, de sus tablones solo aptos para náufragos de la memoria como lo soy yo, porque podría acabar convirtiéndolo en el artistiña de mis evocaciones y eso encerraría un serio peligro. ¿Se acuerdan ustedes de quién era “el artistiña”? Cuando éramos muchachos y acudíamos a la función de cine de las tres y media de los domingos, había dos. Uno era del “artistiña” del NO-DO del que excuso dar el nombre pues todos lo recordamos; para bien, unos; para menos bien, otros. Cada vez que aparecía inaugurando un pantano o la estación de San Francisco, también la de Orense-Empalme, se producía un silencio riguroso. El otro era el bueno de la peli. Cada vez que aparecía el bueno cabalgando detrás del malo, empezábamos a patear el suelo del cine como condenados. ¡Hala artistiña, hala artistiña! Era el grito unánime. Como comprenderán no deseo tales expresiones ni para mí, ni para Amador Rego. Por eso no siempre lo cito. Hoy sí. Les hablé a ustedes el otro día de las floristerías ourensanas que yo no recordaba y ahora Amador me recuerda algunas. La primera la existente en las no sé si desaparecidas Galerías Tobaris –nombre que un vigués le coló al régimen, tovarich en ruso significa camarada, imagínense; la segunda se llamaba La Gardenia y estaba regentada por una señora que era tuerta, hermana al parecer de otra señora que era funcionaria de Hacienda y no debía ser un par de castañuelas, precisamente. Su negocio estaba en la calle de La Paz, enfrente del Principal y al lado del aceitunero que, también según Rego Villar, se llamaba Rufino Hernández García. Amador recuerda todos los nombres de los negocios sitos en tan principal arteria de nuestra cultura pues en ella nacieron o vivieron Risco y Otero Pedrayo, el Xocas y no sé si también Cuevillas.

Ya ven como se enhebran los recuerdos y como estamos siempre a punto de olvidarlos. Basta con pulsar la tecla más inoportuna para que tal circunstancia se produzca. Menos mal que todos tenemos un Amador a mano que nos saque del apuro y que no debemos confundir con el A. de la semana pasada que no tiene nada que ver con él, al menos que yo sepa.
En Tobaris compré yo unos alfileteros –o algo parecido- con el primer dinero que gané escribiendo. Fue un premio de redacción convocado en el Colegio Menor bajo el sugerente tema “Fe, Patria y Amor” que yo me tomé un poco a beneficio de inventario hablando del amor que sentía por una chica que se llamaba Marifé y de la que no les diré a ustedes ahora nada acerca de quien se trataba en realidad. El alfiletero, o así, lo constituían dos enormes bellotas adosadas a un falso tronco de madera. Lo que era la propia bellota, y no la vaina o tapa en la que se sostenía, constituía el habitáculo a ocupar, supongo yo, con agujas y alfileres, hilos y otros instrumentos y utensilios propios de las costureras que siempre eran nuestras madres. Yo, con aquellas primeras trescientas pesetas, un capital para entonces, más para un muchacho de tercero o cuarto de bachillerato, compré el bendito alfiletero para mi madre.

Lo guardé en el armario de la habitación del colegio hasta que llegaron las vacaciones. Llegadas estas lo escondí en la maleta que habría de llevarme a Pontevedra a casa de mis padres y de modo que no lo viesen ni mi tía, ni mi abuela, pues las sabía celosas y absorbentes. Llegué a Pontevedra y, lleno de orgullo se lo entregué a mi madre. Ella lo cogió en sus manos, dijo: “¡Qué bonito!”, me dio un beso y lo metió en el armarito de un chinero que todavía conservo hoy en mi casa; el chinero, no el maldito alfiletero que entró en él como si lo hiciese en su sepultura pues allí murió olvidado de todos, menos por mí, que ya ven como todavía lo recuerdo. Espero que Amador Rego no haya comprado nunca otro igual y me facilite esta semana el precio exacto. Creo que con la vuelta me fui a comprar un cucurucho de aceitunas en la de Rufino e incluso una tapa de ourella (entonces decíamos así) en el bar del mismo nombre existente entonces debajo mismo del Teatro Principal.

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