Opinión

Los del instituto del Posío

Aconsejaba Julio Camba, aquel anarquista del Palace, buen comedor de cocido madrileño en Casa Cecilio, aconsejaba el vilanovés, y Casares solía recordármelo a menudo, que, si quería perdurar como columnista, no tratase nunca ni de política, ni de religión ni de no me acuerdo ya de qué tercera cosa… pero había una tercera. ¿Sexo? Lamentablemente nunca les hice mucho caso. Incluso en ocasiones llegué a pensar seriamente si lo habría dicho Julio Camba o lo habría pensado Casado. Habrá que consultar de nuevo, en el último artículo de Federico Cocho, la estadística aclaratoria. Quizá de lo que se trate para sobrevivir como articulista sea el hacerlo como lo hizo Casares y eso se me antoja complicado. El caso es que no me resigno a no hablar, ya que no de religión, sí al menos de liturgias y de alguno de sus apartado… entre los que considerar el de la oratoria religiosa.

Hace unos días asistí al funeral celebrado por un primo mío, cercano no solo en la sangre sino en el afecto, y quiero hablarles hoy de ello porque, al igual que acepto que lo que escribo -desde novelas a estos semanales desahogos con ustedes, o hasta cualquier atentado poético que pueda perpetrar con impunidad siempre desvergonzada y total- al igual que acepto que todo ello sea sometido a crítica -y vive Dios que lo es- creo que me asiste el derecho de hablar de la oratoria religiosa que en tantas ocasiones suele quedar impune. Y ya nos va llegando.

Mi difunto primo había enviudado hacía ya un buen número de años. No lo había pasado bien. Había amado mucho a su mujer y realmente la extrañaba. Pasado el tiempo estableció una nueva relación con una mujer excepcional. Soy de los que opina que la intimidad de una relación amorosa no debe ser juzgada. El caso es que la muerte vino a desbaratar sus planes y a romper el vínculo que nadie ha de juzgar y que duró hasta el último aliento de mi primo. El comportamiento de ella fue excepcional. A lo largo de su intervención el celebrante tuvo el llamémosle santo valor de referirse, uno por uno y en repetidas ocasiones, a la esposa que había dejado viudo a mi pariente, a cada uno de los hijos habidos entre ambos e incluso a los nietos derivados de esa unión. Hasta ahí correcto y muy de agradecer. Pero la reiteración nominal de estos, unida a la total ausencia de la más mínima mención o reconocimiento hacia quien le había devuelto a mi pariente el ansia de vivir en plenitud, la más mínima referencia a su comportamiento ejemplar y generoso, excepcionalmente generoso y ejemplificado en la presencia en el templo de las hijas y los familiares de ella, creó en la mayoría de los asistentes un desasosiego y una irritación completamente inútiles e indeseables. Lo que hizo se trató de insolencia o de falta de humildad, de integrismo o de falta de caridad, de ortodoxia y, en ese caso, de qué ortodoxia y en nombre de qué manifestación de fe.

Al día siguiente asistí a otra misa –de vez en cuando, al menos de vez en cuando, tal asistencia no creo que haga mal a nadie, a mi tampoco- celebrada por quienes compartimos aulas en el Instituto del Posío hace más de cincuenta años. En ella unos, los más impíos, recordamos a los que ya se nos habían adelantado y los de fe más firme rezaron por sus almas guiados por quien, más que un celebrante, ejerció como un sacerdote de palabra justa y sencilla, comprensiva y cierta para los que estábamos allí y para los que ya habían fallecido y, de un modo u otro, todos recordábamos. Bien cierto es que, en la Iglesia, tiene que haber de todo y que la caridad y la comprensión de la realidad ajena, no la tolerancia, pero si el respeto nos enaltece y nos vincula a todos.

Después, reconfortados por las palabras breves y sencillas de un hombre de Dios, nos fuimos a comer. Entre nosotros también hay de todo, bizarros coroneles capaces de transmitir antes sus ya viejos compañeros la emoción sentida, médicos ilustres, hombres de negocios, personas ejemplares, incluso inspectores de hacienda y otras especies asociadas, catedráticos y profesores varios, jubilados unos, otros todavía en activo, hombres y mujeres que venimos de un tiempo del que no se nos ocurrirá nunca renegar, en fin, gentes variopintas que lo saben todo de libros en la entrañable Tanco o hacen vinos excepcionales en tierras de Sollío, en tierras soleadas del que derivar el nombre y los sabores. Sollío, soleado! 

Aprender una palabra siendo ya septuagenario, sollío, para conservar el sabor algo afrutado de un godello que, déjenme decirlo, se me antojó excepcional y mojó las palabras injustas que por omisión, nos había hecho tragar el celebrante del que se trató al comienzo de esta página. Algo tiene el vino cuando se consagra. Cuánta luz guardan las palabras y las uvas. Solo el frío, el viento helado, la soberbia prepotente de quien afirma no hablar en nombre propio sino en el de las palabras más grandes y llenas de sentido, pueden llenar de oscuridad los corazones. El vino a veces es luz y las palabras deben serlo siempre.

Hace ya unos días, escuché palabras oscuras y en menos de veinticuatro horas escuché otras luminosas, luego bebí un vino y sentí que veces la vida adquiere un sentido que nunca podrás dar por olvidado. El sentido que le da la persistencia de la amistad y del afecto, del compañerismo nacido en las aulas de la adolescencia prolongado hasta esta vejez cierta, pero plena y cabal que es toda la nuestra, la de los del Instituto del Posío.

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