Opinión

Subidos todos al bambán

A ciertas edades no resulta preocupante en absoluto el hecho de que alguien te pueda culpar de tener lo que podríamos llamar un pensamiento oscilante; un modo de pensar que se debata a favor de unas cosas, en un momento; a favor de las contrarias en otro, balanceándose entre estas y aquellas como en un bambán. 

Así era como se le llamaba en tiempos a esos columpios en los que, sentado cada uno de sus dos breves pasajeros en los extremos de una larga viga de madera, subían y bajaban a impulsos de sus piernas para hacer buena la ley de la palanca -recuerden: potencia por su brazo igual a resistencia por el suyo- y dejar que fuese la fortaleza de estas y el peso de cada uno de los dos quienes decidiesen el impulso que te levantaba hasta las alturas o hacía que sintieses un topetazo en el trasero cada vez que tu asiento tocase el suelo. En el centro de la viga, sobre el soporte que hacía de fulcro, nada se movía y todo era quietud, o casi.

Como estos artículos son para leer en Ourense y en "La Región" a los demás les han de importar un pito me permitiré recordar, una vez más, a gentes que no solo a los de Ourense nos importan sino que incluso solo nos han de importar  a aquellos que ya calzamos cierta talla vital; es decir, a aquellos que venimos viviendo desde hace al menos medio siglo y tan contentos. Así que recordaré a Don Carlos Vázquez, profesor de francés en el Instituto del Posío, librero excelso en su "Tanco" de la Calle del Paseo, comunista emboscad debajo de un bigote que se diría estalinista y que no lo era en absoluto. Don Carlos era un filántropo, un amante del ser humano, el primero al que oí hablar de Rousseau incitando a la lectura de su Emilio educado lejos de Paris y, por decirlo de algún modo, contra París y de acuerdo con la Ley natural. Quiero decir que, como tantos otros, empecé siendo rousseauniano; no podía ser de otro modo. Después leí a Chesterfiled,  al lord inglés que le escribió unas muy sugerentes cartas a su hijo y ya no fui tan rousseauniano como lo había sido; o sea, que me subí al bambán. A otro bambán más de los no pocos a los que me llevo subido (y en algunos casos bajado) a lo largo de mi vida. Aquel Don Carlos de nuestra adolescencia debió de ser en su vida y en sus enseñanzas, algo más epicúreo de lo que nos suponíamos. Yo lo recuerdo con una memoria ocupada de admiración y afecto, al tiempo que de respeto.

Me acordé de él y de sus enseñanzas, de su Rousseau y de mi Lord Chesterfield a cuenta de esta última Semana Trágica de Barcelona y de ese grupo de muchachos salafistas, sonrientes asesinos, dicharacheros consumidores en grandes superficies entre una masacre y otra, balanceándose con estricta disciplina entre las enseñanzas de su educadora social y las recibidas de ese mal nacido al que es como para desearle no un harén de setenta y dos huríes sino una piara de setecientos veinte cerdos que, como los miles de ojos de niños muertos del poema de Neruda, se pasen la eternidad lamiéndole, al menos lamiéndole, los genitales a él, que había dicho que se inmolaría con sus chicos pero ya tenía comprado el billete de regreso a Bélgica.

La carta que la educadora social le dirige a sus buenos chicos muertos -esos que apuñalan los rostros de mujeres, atropellan niños hasta que salta el air-bag y tienen que bajarse de la furgoneta, los mismos que asesinan para robar coches en los que huir mientras ocultan el cadáver en el maletero- está llena de preguntas sin respuesta y de una ternura que estremece por su cursilería, en ocasiones; por su sentimentalismo en otras; incluso por la ingenuidad que la invade en no pocas de sus líneas. Eso por un lado.

Por el otro, las charlas dentro de la furgoneta en la que el terrorista formado en el salafismo contrarresta, digamos que con gran acierto, las enseñanzas de la profesional encargada de la formación social, de la formación ciudadana, de unos críos amigos de las ropas caras, buenos estudiantes, políglotas y dicharacheros, capaces de vestir la piel de los corderos y de sonreír en el supermercado, después de haber asesinado, comprando gominolas.

Parece evidente que el salafismo les facilitó una fe, incluso una fe ciega; la que predica la secta Takfir Wal Hijra; una fe que permite todo, absolutamente todo lo que les está prohibido al resto de los musulmanes. No es cierto que la educadora no los proveyese de otra, esa de la que afirman que los occidentales carecemos, la democrática, aunque sea probable que no la poseamos con la firmeza debida y que ella se la administrase en  dosis escasas y edulcoradas de ese buenismo que la pervierte en inocua; es decir, sin la debida firmeza.

Estamos todos en el bambán, no solo yo, debatiéndonos entre Chesterfield y Rousseau, mientras ellos prometen ríos de hidromiel, por decirlo de algún modo y acumulan cientos de bombonas de butano para no se sabe todavía bien (o sí se sabe) qué clase de laboratorio de estupefacientes.

Quizá el fulcro, el necesario punto de equilibrio, se encuentre en la firmeza democrática desprovista de la ternura debilitadora de esfuerzos que, en tantas ocasiones, la acompaña. No sé que nos diría el añorado Con Carlos, ni cuál sería su sonrisa en el momento de explicárnoslo. Yo no hago más que pensarlo. Pero tampoco dispongo de la respuesta exacta.

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