Opinión

Objetos perdidos

Lápices y pegamento, dos entradas de Placebo, la tarjeta sanitaria caducada, pulseritas de la playa que alguien trajo desde Ibiza, un problema de ajedrez (hacen tablas) que yo mismo recorté de una revista, pilas cutres de los chinos, una piedra de amatista, fichas de apostar que te dieron en Madrid y la foto de Vallejo posando con su bastón, cinta americana, varias llaves, palomitas de maíz que un día fundí en plata, el amuleto tibetano, letras de Leonard Cohen, Patti Smith y Camarón... una cosa de cartón.

Al abrir casualmente el cajón de una mesita que nos pertenece, a menudo experimentamos la sensación de visitar una vieja y familiar oficina de objetos perdidos. Y ese encuentro puede volverse más memorable de lo esperado cuando logramos percatarnos de que nada se ha perdido definitivamente ahí. Más bien al contrario. Se trata de que todas esas cosas reabsorbidas por la entidad del cajón expresan, de la manera más ortodoxa, cómo nuestra biografía alcanza a entrecomillar a pesar de todo algunos momentos olvidados. Y cualquiera que haya sido la razón por la que han llegado hasta ahí, es suficiente para que el pensamiento comience a moverse por un territorio marcado por hitos y accidentes, en el que hace un tiempo fuimos algo semejante a unos pioneros.

Asi que resulta una ironía casi romántica que aquellos objetos abandonados en un cajón, sean los que se prestan con mayor claridad a desvelar su potencia y significado. Como si no encontráramos nada más adecuado de entre todo aquello que está a la mano. Como si todo aquello que se esconde, resistiéndose a la obviedad, conservara un polo de resplandor. Imaginen a dichos objetos. ¿Acaso no son los recuerdos más vívidos? Yo creo que sí, e intento saber por qué.

Una primera razón consistiría en la dictadura del consumo. El significado etimológico de “consumo” no es otro que gastar. O desgastar, para ser más precisos. Como se desgasta la materia con la que están construídos los barcos al rozar con el agua, o como se desgasta con el tiempo la propia vida. Sin embargo, un proceso de reificación ha cosificado las relaciones sociales en una histeria consumista colectiva. Vivir y consumir se han convertido en una misma cosa. De modo que nuestra capacidad de consumo determina nuestro sentido de integración social. Hasta las clases más empobrecidas se lanzan a consumir con lo poco que tienen para preservar su inclusión. Porque el que no consume no es nadie, no es nada.Y en este proceso, alcanzo a creer, el desenfreno ha desposeído a los objetos de su capacidad de evocación. Girando en la espiral cada vez a mayor velocidad, ellos y nosotros, nos convertimos en una mezcla uniforme sin historia. Sin pasado.

Una segunda razón es que no todo el ecosistema está roto. Preservar el vínculo con los objetos, aunque sean las paridas que guardamos en la mesita, es preservar su aura. Y como sabemos desde que Walter Benjamin lo expresó, el aura es importante.

Hasta un simple cajón podría salvarnos.

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