Opinión

RELIGIÓN, LAICIDAD Y ESCUELA

Qué sentido tiene, cómo se explica -se preguntan todavía, desde su cátedra mediática ilustres laicistas- la enseñanza de la religión en la escuela pública en un estado laico? Algunos responden que la enseñanza religiosa escolar no tiene otro soporte que el acuerdo de carácter internacional entre el Estado español y la Santa Sede sobre enseñanza y asuntos culturales. Tales acuerdos establecen las condiciones y circunstancias concretas en que ha de impartirse la enseñanza religiosa escolar. Sin embargo, el fundamento más profundo y último de la presencia de la enseñanza religiosa católica o de otras confesiones está en la Constitución misma, artículo 27, 2 y 3, y en los tratados internacionales donde se recogen los mismos derechos que en los indicados preceptos constitucionales.


En efecto, para justificar la enseñanza religiosa en la escuela pública confluyen dos exigencias fundamentales: el derecho de los ciudadanos a recibir dentro del proceso educativo ordinario una formación religiosa acorde con sus propias convicciones y el deber que los poderes públicos tienen de asegurar, con la imparcialidad que les exige precisamente la laicidad del estado en el que desempeñan sus cargos, el ejercicio de ese derecho. Los ciudadanos que acuden a los centros públicos no pierden por eso, ni ven rebajados, sus derechos constitucionales, pues sería contradictorio el que a los beneficiarios de las prestaciones públicas se les exigiese como contrapartida precisamente la renuncia al ejercicio pleno de sus libertades.


El Estado es laico o aconfesional para que usted y yo profesemos o no una religión, para profesar otra o dejar de profesarla. Es decir, la laicidad es condición y garantía del ejercicio de la libertad religiosa por parte de todos los ciudadanos en pie de igualdad. Tan es así que podríamos decir que el Estado debe ser laico para que quede asegurado el respeto a la libertad religiosa y para que todos los ciudadanos puedan ejercer esa libertad en pie de igualdad. Igualdad que no quedaría a salvo si el Estado asumiera como propia una determinada confesión y la favoreciera sobre las demás. El Estado democrático no es neutral respecto a la libertad religiosa misma, pues ha de reconocerla y garantizarla al igual que todas las libertades públicas, pero precisamente por eso ha de ser rigurosamente neutral en el sentido de imparcial respecto a todas y cada una de las particulares opciones, incluidas las negativas laicistas, que los ciudadanos en uso de su libertad adopten ante lo religioso.


Si el Estado negara la formación religiosa en sus centros a quienes la solicitan, no procedería imparcialmente, sino que estaría imponiendo a todos una opción negativamente ante lo religioso como si esta fuera la propia del Estado. Ahora bien, un Estado que asume como propia la particular opción negativa ante lo religioso confiere a esa opción la condición de confesión estatal y por lo mismo no es aconfesional, no es religiosamente imparcial, no respeta su propia esencia de laicidad.


En resumen, una cosa es que el Estado no profese -confesión religiosa- alguna, ni positiva ni negativa, y otra muy distinta que profese el no a toda religión, con lo que traiciona su laicidad e incurre en sectarismo laicista.

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