Opinión

LAS SANDALIAS DEL PESCADOR

En 'Las sandalias del pescador', la novela de Morris West que anunciaba la elección de un papa llegado del Gulag soviético, hay una escena que viene a la memoria cuando contemplamos estos días las reacciones en torno a algunos gestos del papa Francisco. Cirilo Lacota (el de la novela), ya vestido de blanco, habla a los cardenales que le han elegido, mientras acaricia la barba, tradicional en los sacerdotes de rito oriental. Sabe que su aspecto ha suscitado suspicacia y entonces dice a sus hermanos que esa reticencia podía resolverse con una navaja de afeitar. West, resuelve la escena diciendo que entonces todos sonrieron y lo amaron.


La barba de Lacota podría sustituirse aquí por los zapatos negros, la ausencia de la muceta roja, la cruz de metal o la residencia en Santa Marta, aspectos todos ellos que responden a la biografía del papa Bergoglio, a su temperamento y a su educación ascética y seguramente también, ¿por qué no?, al deseo de enviar un mensaje de que el pontificado se despoje de aditamentos, se haga más sencillo en su expresión. A fin de cuentas, la vestimenta de los papas ha experimentado cambios y adaptaciones continuas que no han hecho tambalearse los cimientos de la sede romana. Lo mismo cabe decir de la residencia en Santa Marta. Tampoco los papas han tenido un único apartamento a lo largo de la historia. Se ha ido encontrando la mejor solución adaptándose a las necesidades de su ministerio, a los temperamentos personales y a las circunstancias históricas. BenedictoXVI eligió su forma, sus gestos, hasta su propia estética. Era hijo de la Baviera barroca. Ahora desde casi 'el fin del mundo' ha llegado el papa Francisco con sabor porteño y aromas del Nuevo Mundo. Posee su propio estilo y, como el papa Cirilo de Morris West, tiene derecho a mostrarlo.


No hay dos papas iguales. Cada uno tiene su personalidad, su acento pastoral, su sello en el trato, sus prioridades exigidas muchas veces por las circunstancias y los retos tanto culturales como eclesiales a los que ha de responder, e incluso sus preferencias en la espiritualidad. Sin embargo, la sucesión apostólica garantiza -como decía en 1985 el entonces cardenal Ratzinger- que en la historia de la Iglesia no hay saltos ni rupturas sino que existe una sola y única Iglesia que camina hacia el Señor.


Ahora las novedades, que parece que serán algunas, vendrán del papa Francisco, quien hace solo unos meses celebraba el inicio del Año de la Fe con una suerte de profecía al decir: 'Si Juan Pablo II pedía al mundo abrir las puertas del corazón a Cristo y Benedicto XVI invitaba a atravesar la puerta de la fe, ha llegado el momento de abrir las puertas de la Iglesia para salir y llenar de Evangelio la calle.'


El papa Francisco parece decidido, en consecuencia, a lanzar a la Iglesia a la efectiva evangelización del mundo. Nos encontramos, pues, con un pontificado enormemente dinámico que resalta la necesidad de acercarse a las periferias tanto de la doctrina católica, es decir, a quienes se encuentran lejos de la fe cristiana o no aceptan por completo las enseñanzas católicas, como a las periferias sociales: los pobres, los que sufren, los marginados. Confiado en las virtudes del Evangelio y del mensaje cristiano, el actual papa nos pide a los católicos una fe activa que nos lleve a salir a todas las encrucijadas de la humanidad con la seguridad de que Dios quiere atraer a todos los hombres hacia sí y que ha dotado a la Iglesia de la capacidad de hacer efectivo ese empeño en el que resulta nuclear tanto la figura del pobre como la pobreza cristiana.

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