Opinión

TIBHIRINE: EL ROSTRO HUMANO DE DIOS

Entre la amplia oferta que la cartelera cinematográfica nos ofrece en estos días, podemos disfrutar de la producción francesa 'Dioses y hombres', de Xavier Beauvois, de marcada inspiración cristiana.


En ella se narra lo acontecido en Tibhirine, en el monasterio trapense del Monte Atlas (Argelia) a mediados de 1966, cuando siete monjes fueron secuestrados y finalmente decapitados por la facción radical del GIA (Grupo Islámico Armado). El guión de esta película recoge, con fidelidad, la buena armonía de estos monjes cristianos con los pobladores musulmanes de aquella región, al mismo tiempo que la irrupción repentina del fundamentalismo islámico que cambia por completo el escenario de pacífica convivencia. Lejos de ser una película que tome pie del fundamentalismo para satanizar al conjunto del Islam, refleja de forma sobresaliente el ideal del diálogo interreligioso propugnado por la Iglesia en el Vaticano II.


En aquel pequeño monasterio vive una comunidad cuya vida nos es transmitida por la película, con un primor y autenticidad conmovedores. Las escenas de la vida cotidiana de los monjes nos muestran su atención detallista en el trabajo, su sentido de la caridad mutua, su respeto y admiración por todo lo creado, su franca estima por los vecinos musulmanes constituidos por el mismo corazón lleno de deseo del Infinito. Y en medio de esta riqueza de relaciones, aparece la liturgia como la respiración de este organismo vivo y una liturgia bella y sobria que expresa la dependencia familiar de Jesucristo en el cuerpo de su Iglesia.


En un mundo en el que se va difundiendo trágicamente la idea de que Dios es enemigo del hombre y de su libertad, esa película es un baño de luz, tiene la sinceridad de mostrarnos el fruto humano de la fe. Porque seguir a Jesús en el camino de la Iglesia fue lo que ensanchó la razón, la libertad y el afecto de estos hombres. Razón para entender el significado de la vida y de la muerte, del dolor y del amor, libertad para no ceder a la imposición de un poder malvado, afecto para abrazar a todos, incluso a sus verdugos. Como decía Juan Pablo II en la historia, es la misericordia quien pone límite al mal.


'Este es el Dios que necesitamos. No faltamos al respeto de las demás religiones y culturas si confesamos en voz alta y sin medios términos a aquel Dios que opuso su sufrimiento a la violencia, que ante el mal y su poder eleva su misericordia como límite y superación'. Son palabras de Benedicto XVI con las que concluye su homilía en su viaje a Munich, su ciudad más querida.


Nos conmueve y llena de misterio este modo en que Dios ha querido tomar posesión de la historia hundiéndose en ella como semilla que parece desmenuzarse (como la vida de estos monjes) muriendo para después resucitar. No ha querido vencer mediante el poder y la violencia, sino que ha sembrado el campo de la Iglesia de mujeres y hombres como los que vemos en esta película. Hombres y mujeres que seguirán esparcidos por la faz de la tierra tejiendo una red de fe, esperanza y caridad hasta el final.

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