Opinión

Villancicos clandestinos

Mis ojos de niño contemplaron cómo mi abuelo, que tenía comercios en la “raia”, diseñó un salto de contrabando a lo grande. Tal vez fue la táctica más pintoresca y eficaz de la historia “raiota”. 

Te sitúo, hermano lector, 24 de diciembre de 1969. Había que “pasar” una mercancía a Portugal. Un comerciante compró 50 grandes sacos de bacalao, el pescado favorito de los portugueses. En ocasiones se funcionaba así: el comprador rompía todos los billetes por la mitad. Una mitad se entregaba al momento. El resto, al entregar la mercancía. 

Pero te cuento, las navidades de mi niñez las pasé en Arzádegos con mi abuelo comerciante. Era de la generación del padre de Saramago: se abrazó a cada árbol para despedirse de la vida. Vino a Verín, yo iba de su mano y les decía a sus amigos: “Veño a despedirme desta vila”. 

Pero volvamos, lector, a aquel 24 de diciembre de 1969. Ese día los siete guardias y el cabo estarían tranquilos, llegarían sus parientes y sus mujeres. Mi abuelo decidió que era el día idóneo para el gran pase, la “pareja” no saldría de servicio. Pero, ay, todo podía suceder. Así que decidieron llevar el “plan” adelante. 

Aquella noche en la cuadra había veinticuatro asnos, todos los del pueblo y tres mulas a la espera. Los perros amaestrados se movían nerviosos presintiendo la noche de acción. 

Qué sorpresa. El día previo, el maestro nos convocó a todos los niños de la aldea en la escuela. Rondaríamos los treinta niños y algún adolescente. Nos extrañó que en la mesa del maestro estuviese Amable, el mejor contrabandista del pueblo. Claro está, no nos mandó abrir las viejas enciclopedias ni tomar la pizarra y la plumilla que se mojaba en el tintero. “Estáis aquí para que espabiléis. De momento, aprended cinco villancicos, y alguno que cantan nuestros amigos portugueses”.

En aquellos años todo el pueblo era cómplice. Amable nos citó a todos a las once de aquella Nochebuena del 69. Ya había hablado con nuestros padres. Justo a la hora llegaron él y Carolino, expertos “raiotos” contrabandistas. Enseguida organizaron todo. Nos distribuyeron en grupos de cinco. Los niños estábamos inquietos y excitados por la aventura. Cada grupo se situaría a la puerta de la humilde casa de cada guardia. Justo cuando el reloj de la iglesia diese las doce comenzaríamos a cantar con fuerza y a viva voz los villancicos. Sin tregua. 

Ocultas en el patio, al lado del comercio, treinta caballerías esperan cargadas de bacalao hasta los topes. Mi abuelo mira preocupado su preciado reloj de bolsillo. Por fin dan las doce. El pueblo se convierte en una canción de Navidad. Los rebuznos, el golpear de las pezuñas en el suelo empedrado, los ladridos de los perros, son sofocados por los impetuosos cantos de los niños. 

Ahí van, los siete mozos apresuran a los animales por caminos poco transitados. Nieva. En sus casas los guardias escuchan pasmados cómo los niños les cantan. El cabo dice a su mujer: “María, en este pueblo nos quieren mucho a los guardia civiles”. Al terminar, los niños recogemos los dulces y monedas que nos dan los guardias. 

(Horas después, animales y mozos llegan al pueblo portugués. Un camión grande les espera. Se cumple lo pactado. Pero los mozos, ateridos, en contra de las órdenes, entran en el cafetín del pueblo portugués. Beben “xurupía”, cantan y regresan casi dando tumbos. 

El reloj de la iglesia da las seis cuando entran por fin en Arzádegos. Los billetes ya en los bolsillos. Muy bebidos, de nuevo olvidan las órdenes: eufóricos se detienen ante la casa del cabo. Van y le cantan un villancico entre risas. No es burla, es el viejo juego de la “raia”. 

El cabo se asoma a la ventana. Feliz Navidad.)

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