Opinión

Una virtud necesaria

En general las virtudes religiosas favorecen la convivencia y crean buen ambiente. Es el caso, por ejemplo, de la humildad de la que habla la Iglesia este domingo. Vivimos en un mundo en el que es muy escasa esta virtud porque la presunción, los honores, el dinero y la corrupción lo invaden todo. El "Don Dinero" es el señor más preciado, creando envidias, comparaciones odiosas y protagonismos falsos y efímeros. ¿Para qué vale el dinero si al final se va a quedar aquí? Y ¿de qué sirven los honores y los puestos socialmente de prestigio si hoy son y mañana nadie se acuerda? En el fondo bien creo que es la soberbia uno de los males causantes de tanta acritud, malestar y de la mayoría de los enfrentamientos. Todos quieren salir en la foto, a todos les gusta ir en primer lugar de las listas electorales y, por mucho que les cueste aceptarlo, es cierto el dicho de que a "a nadie le amarga un dulce".

Este verano he estado en Cabo Verde y me ratifiqué en algo que ya sabía y que es todo lo anterior. En aquella tierra pobre de recursos, sin agua en muchas casas, las personas son bien distintas a las que deambulan por este viejo continente. Se les ve felices en medio de su pobreza que ofrecen y comparten con cuantos se acercan. Alegres por las calles ofreciéndote su sonrisa, su cercanía y la alegría desbordante. ¡Son distintos! Y demuestran con su estilo de vida que las cosas y el tener nunca producen necesariamente la felicidad. Porque nos creamos cada día necesidades inútiles, exigencias fuera de lugar y un sinfín de cosas que llenan nuestras casa pero nunca nuestro corazón. Allí vi cómo el índice de natalidad caboverdiana es muy alto. Los niños, bien pequeños todavía, te miran con unos ojos, una mirada que irradia acogida y transmite sentimientos. Sin recelo, sin distancia.

Estábamos en una terraza tomando un agua de coco mientras al lado un grupo numeroso de personas hacían gimnasia y sus hijos pequeños por allí merodeando y jugando con una deteriorada pelota. Cada vez que se les marchaba la pelota y llegaba a nosotros, allá venían aquellos niños con su sonrisa a buscarla y a saludarnos cariñosamente a todos. Carecen de esos medios sofisticados, las “play” y demás adelantos, pero tienen un gran corazón que comparten desde su humildad.
Por eso una y mil veces viene a mi mente la frase agustiniana que recuerda que nunca las cosas llenan el corazón que tiene ansia de infinitud. Las cosas son muy finitas, pronto se deterioran y la sociedad del consumo va ofreciendo cada día cosas nuevas pero olvida que las cosas nunca dan la felicidad. ¿Se han parado a pensar en la cantidad de cosas que tenemos en casa y que son totalmente inútiles? Ya dice un amigo mío que cualquier día vamos a tener que dormir en el ascensor porque la casa la llenan las cosas…

Te puede interesar