Opinión

Yo, el de la disfunción eréctil

El amor no tiene límites, ni códigos, ni escapatoria. Es una balacera sin chalecos antibalas. Un Bataclan sin salidas de emergencia en el que todo dios se pirra por entrar. Ovidio -¡dos mil años no es nada!- ya lo decía in illo témpore: “Yo me someteré al amor aunque me destroce el pecho con sus saetas y sacuda sobre mí sus antorchas encendidas”. ‘Ars amandi’ (Arte de amar). 

Allende la mesura, en donde el horizonte alumbra el astro rey, también lo dicen los nipones: ‘En el amor, los negocios y la guerra todo vale’. Pero esa gente entiende de suzukis, de hacer huelgas matándose a destajo y de bonsáis. También de hacerse el haraquiri (El caso es que amor no tiene honor). Además esos mendas veneran a Akihito, y dicen que es mediador entre los hombres y la divinidad. No me fío. Yo me inclino más por el ‘solázate a la puerta de tu alma hasta que veas pasar los despojos de quien ha ocasionado tu despecho’. Nadie está a salvo en el amor. ¡Ay, de quienes se crean vencedores! 

“Hay cuatro cosas que no vuelven –dice el proverbio-: la flecha arrojada, la palabra ya dicha, la oportunidad desperdiciada y la vida pasada”. ¿Y el amor? “Los suspiros son aire y van al aire./ Las lágrimas son agua y van al mar./ Dime, mujer, cuando el amor se olvida, / ¿sabes tú dónde va?”. El poeta de las oscuras golondrinas también ansiaba saber de su escondrijo. Pero el amor no va, ni viene. Siempre está. Como el sol. Es la tierra la que gira en su procura. El asunto es encontrarlo. Es caprichoso. Se aleja si lo persigues, como la sombra. Es azul, como la canción de Richard Clayderman. Y, como el planeta en que vivimos, no siempre resplandece en toda su hermosura lapislázuli. Cuando menos lo esperas se oscurece. No lo ves, pero ahí sigue. 

Hace unos días, vía smartphone, mi sobrino me ha contado su desdicha. Para responderle medité un panegírico. Tiré de Ovidio: “Si te cautiva la frescura de las adolescentes, presto se ofrecerá a tu vista alguna virgen candorosa; si la prefieres en la flor de la juventud hallarás mil que te seduzcan con sus gracias, viéndote embarazado en la elección; y, si acaso te agrada la edad juiciosa y madura, créeme, hallarás de estas un verdadero enjambre”. Tiré de carpe diem: vive la vida. Incluso tiré de humor priápico: ‘Nunca es tarde si la polla es buena’. Roma siempre ha sido un pozo de sapiencia: acueductos, puentes, el arte de litigar, el vino, las orgías. Y el idioma. ‘Quidquid latine dictum sit altum videtur’, cualquier latinajo que digas resulta acojonante: ‘Alea jacta est’, ‘Vae victis’, ‘Do ut des’, etcétera. A punto estaba de llamarlo cuando me llegó el segundo WhatsApp: “Creo que no podré vivir sin Andreiña”. Entonces tiré de vida: ¡Qué hubiese sido de mí si no me hubiese despreciado aquella chica, si no hubiese interrumpido mis estudios, si hubiese aprobado aquella oposición; qué, si me hubiesen admitido en aquella compañía aérea y no hubiese podido volar a mi albedrío; qué, si me hubiesen programado en aquel vuelo, que parecía sencillo, y que jamás aterrizó! 

Roma no pagará a traidores, pero tampoco tiene puta idea del amor. A Roma también le debemos la bulimia, qué cojones; y es de lata que tenían el pecho sus centurias. Así que resumí mi diatriba en seis palabras: ‘Lo que sucede es lo mejor’. Luego le di a ‘enviar’. Y, como ‘nada de lo humano me es ajeno’ le puse a continuación: ‘Yo, el de la disfunción eréctil’. No vaya a ser que piense que todo es miel sobre hojuelas en la vida. Puta quimio... 
 

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