Opinión

El Bocho desde arriba

En junio de 1835, esta ciudad que contemplo desde la terraza de un undécimo piso que me permite abarcar a vista de pájaro sus horizontes más lejanos y penetrar desde lo alto en sus más secretos rincones, fue objeto de un sitio histórico como plaza liberal y comprometida con la monarquía parlamentaria legalmente depositada ante la minoría de edad de la heredera Isabel, en las sienes de la gobernadora María Cristina,   y cuestionada por el pretendiente, Carlos María Isidro. En aquel lance de guerra, un fusilero realista voluntario probablemente gallego, le acertó a larga distancia en la pantorrilla al general en jefe de los ejércitos apostólicos, Tomás de Zumalacárregui, quien empeñado en que le sanara la herida un curandero de su máxima confianza, se hizo llevar a hombros por su feroz guardia personal hasta el pueblo que lo vio nacer, Cegama al fronterizo con Álava, donde llegó más muerto que vivo para morir dos días después. Desaparecido el caudillo carlista, Espartero llegó a la ciudad, puso en fuga al enemigo  y levantó el sitio.

Esa ciudad es Bilbao, que se extiende hermosa y próspera ante mi vista, bañada por un tímido sol mañanero visto entre bruma, y mostrando orgullosa sus potencias de gran urbe del norte que ha superado los años del plomo y luce plena de encantos, oportunidades, capacidad industrial y armonía social, cruzada de parte a parte por el río Nervión, y acunándose entre el mar y la montaña, sus dos grandes referentes de su entorno natural y también las casi infranqueables barreras al frente y a la espalda, que dificultan su expansión y crecimiento.

Hoy, Bilbao es un ejemplo esperanzador de serenidad, armonía, liberalidad y convivencia, historia dura y pretérita y presente pleno de posibilidades y expectativas. Y es también un sorprendente ejercicio de recuperación, partiendo de un pasado tan truculento y sombrío como muy pocos enclaves urbanos de este viejo país pueden argüir. Paseando por la orilla de la ría tras perderme entre los espacios diáfanos del museo Guggenheim -que es mucho más bello e interesante por fuera que por dentro- no puedo dejar de maravillarme al comparar mis recuerdos de allá por los finales de la década de los 80 con este paisaje próspero que advierto a través de la lluvia fina. Cómo pasan los años. Y como pesan también. El Bocho, hoy, así lo certifica.

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