Opinión

Visto para debate

La evolución que el paso de los años ha obrado en la función política y la actividad parlamentaria se advierte con mayor o menor intensidad en todos los escenarios en los que se desarrollan dichas funciones, pero en ninguno de ellos es más evidente que en las sesiones donde los representantes del pueblo debaten el Estado de la Nación, cuya última cita se ha producido en estos días en el Congreso de los Diputados. 

Sus señorías se han aprestado a participar en un acto de categoría institucional que, sin embargo y como consecuencia de esa evolución referida, ha mudado visiblemente de ceremonial y contenidos para adquirir otras funciones y responder a otros estímulos muy distintos y distantes a los que atendía en el pasado. Personalmente no me atrevo a determinar que los de hoy son mejores o peores que los de antaño pero sí creo que son diferentes.

El debate sobre el Estado de la Nación suele ganarlo el presidente y en este caso también ha sido así. El presidente tiene a su disposición toda la maquinaria del Estado y en su poder obra la mejor información, la más cierta, la más completa y la más extensa, de suerte que puede administrar los tiempos del debate y adecuar sus intervenciones al caudal de datos fiables y precisos que posee y para cuya recogida han trabajado múltiples equipos. El líder de la oposición y los responsables del resto de los partidos no tienen acceso a estas fuentes y han de buscarse la vida por su cuenta.

Pero partiendo de este primer supuesto que solo se quiebra cuando la situación del primer ministro está bajo mínimos -le ocurrió a Zapatero en su última comparecencia- los debates de estos últimos años han perdido su fin primordial para convertirse en una representación a la que se entregan los jefes de los dos grandes partidos para legitimarse a sí mismos ante su electorado y cumplir con su grupo parlamentario. Convencer al contrario ya ni se maneja. Ninguno se plantea este encuentro pensando no ya en los ciudadanos sino siquiera en el rival. Se hace pensando en uno mismo, en su propia satisfacción y en la imagen que pueda proporcionarle a cada cuál el encuentro. Por lo demás, todas las cartas están dadas.

Una de las máximas de nuestro oficio dice que no podemos hacer periódicos que nos satisfagan a nosotros sino que hemos de hacerlo para que gusten al lector. A lo mejor, a los parlamentarios les convenía reflexionar sobre este hecho tan palmario pero tan cierto.
 

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