Opinión

REFORMULAR EL ESTADO

Desde la más remota antigüedad, cuando en el hombre surgió la necesidad de acceder a un pensamiento trascendente, a lo largo de milenios acuñó todo un cuerpo mágico religioso, del que uno de los más grandes pilares resultó ser el chivo expiatorio. Con origen en el antiguo Israel, esta figura estaba personificada por un macho joven de cabra, que era sacrificado a Dios para obtener el favor divino, mientras otro, conocido propiamente por el chivo expiatorio, se le atribuían todos los males y pecados de la comunidad para ser abandonado en mitad del desierto después de recibir una buena tanda de insultos y pedradas, con lo que el pueblo elegido daba por zanjadas sus faltas.


Esta costumbre del cabrón purificador, encarnado por distintos personajes a lo largo de la historia, se ha repetido en individuos y poblaciones. Recuérdese el juicio a las ratas por ser responsables de la peste bubónica, o los tribunales de la Inquisición que fallaron en contra de todo el que con su conocimientos e innovaciones se oponía a las propuestas de la religión, háblese de Galileo, Servet y otros tantos, que en el siglo XX llegaron a alcanzar una magnitud brutal en la Alemania nazi, al sacrificar a millones de judíos, metamorfoseados en el chivo purificador del colapso económico de los años 30 que condujo a la II Guerra Mundial.


Y siguiendo la tradición, la figura del chivo expiativo resurge periódicamente, siempre que ante el público surja una falta o pecador, por lo general adornado de carestía económica. Así, en los últimos tiempos han llovido varazos indiscriminados a diestro y siniestro, de los que no se ha salvado ni la concha del apuntador. Desde el monarca hasta el más humilde representante público, ninguno se ha librado del varapalo de la crítica y la acusación. Claro que la cuenta es siempre la misma: que mil personas mueran en accidentes de tráfico no es noticia, pero que una fallezca por beber lejía sí, con lo que inmediatamente hay que buscar un culpable para que todo el mundo se quede tranquilo, mirando cómo un político se corrompe mientras mil trabajan en pro del electorado.


El problema reside en que ha llegado un punto en el que no dejamos títere con cabeza, y la pregunta del millón es que si consideramos corruptos a todos los políticos, ¿a quién vamos a confiar a partir de ahora la cosa pública? Porque el trasfondo es que aunque renovemos a los políticos, como bien apuntaba lord Acton 'el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente'. ¿Y si al final resulta que el que ostenta el poder soberano es el que realmente está absolutamente corrompido, por haber abandonado a su antojo durante décadas los asuntos públicos? A partir de aquí, habrá que reformular el Estado.

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