Opinión

De náufragos y anclas

Es fascinante mirar el mar. Vislumbras que tu felicidad se acompasa con su jadeante respiración.  Si te das cuenta, ese mar es un anciano plagado de canas de espuma y algas.

Sin pretenderlo comienzas a meditar, que es ese acto por el cual penetramos en nuestro interior y nos percatamos de lo maravillosos que somos por dentro, o de lo desarrapados que nos encontramos en ese momento.

Pasa, ahora, un precioso bergantín con sus tres palos, un barco minúsculo, que se pasea delante de tus ojos construyendo una estampa que ya jamás se va a repetir. Esa prístina imagen provoca en tu pensamiento una admiración por el mundo y las cosas del mar.

¿Por qué los navegantes habrán recurrido a esos nombres que hoy consideramos pasados de moda, chapados a la antigua, trasnochados, caducos, anticuados y demodés?

Las anclas y sus nombres nos producen admiración. Un ancla de mediano tamaño se llama “esperanza” y los marinos comienzan a pensar en ella cuando las cosas no parece que vayan tan bien. 

Quitémosle el polvo al vocablo “esperanza” con un leve soplido y observemos. Alguien se alegra muchísimo de ver a aquella amiga. Se dirige a ella y le dice “eres mi última esperanza”. Pasan cargados de carpetas aquellos jóvenes hacia la mejor academia con la esperanza de aprobar aquellas oposiciones. Esperanza viene de espera. Si alguien te espera cuando te bajas de aquel tren tan veloz, crees que mereció la pena tal rapidez. Si nadie te espera en ningún lugar, te invadirá la soledad.

Siempre me llamó la atención el hecho de que con el nombre de “caridad” se denominase una quinta ancla, de respeto, que los barcos guardan por seguridad en la bodega. Es superior en peso a la habitual, puede pesar más de cinco quintales métricos, y se emplea en caso de condiciones adversas, en grandes tormentas cuando el susto embarga a los marinos.

La palabra “caridad” también merece un repaso. La definían los antiguos catecismos como “amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”. Amar a Dios más que al dinero parece complicado. Amar a los otros como si fuesen tú mismo, te resulta imposible.

No conozco alguna áncora que se llame “fe”. Pero sobre ella ya sabe aquel niño que pasea con su madre de la mano. La mira de reojo, pero con fe. Le da seguridad y avanza confiado en que ya no se va a caer y hacerse trizas contra el pedregoso suelo. Claro, es lo mismo que confianza. La madre o el padre levantan al pequeño hasta la altura de los ojos y le miran con fe.

Existe, eso sí, una pequeña ancla que ni lo es, porque tiene más de dos ganchos y se llama “rezón”. Es la solución para una pequeña barquichuela. Curioso este mundo paralelo entre rezar y navegar y gozar con el viento dándote en la cara.

Ahora mismo, que la tristeza se arrastra como un ciempiés por el vidrio de tantas ventanas… 

Sólo te corresponde a ti, escoger en quien poner tu fe, tu caridad y tu esperanza. Tú mandas levar anclas. Surgen los pensamientos positivos y te pones a echar al mar todos los miedos, pero como quien ha construido una barcaza de madera y espera que navegue sin naufragar.

Si sigues mirando al mar, tendrás la impresión de que un hombre viene de lejos, mojada su túnica blanca, y camina con desparpajo, hacia ti, como en otro tiempo, sobre las aguas.

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