Opinión

CUENTO TRÁGICO DE SCHERAZADE

Es como un cuento narrado por la Scherazade de 'Las mil y una noches', pero siniestro, trágico y cruel: Muamar el Gadafi, líder visionario, dueño y señor de ubérrimos yacimientos de petróleo durante décadas, fue un tirano arbitrario de Libia que oprimió a su pueblo y se burló de Occidente a lo largo de más de 42 años. Al final de su dilatado mandato, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) por resolución de las Naciones Unidas lo desalojó del poder en su propio país a sangre y fuego y fue reconquistando durante ocho meses ciudades clave como Tobruk, Bengasi, Trípoli, Sirte, en una guerra que causó más de 10.000 muertos, la inmensa mayoría civiles y que dejó exhausta a esta pequeña nación de seis millones de habitantes. Muerto el perro, se acabó la rabia, Gadafi fue liquidado como una alimaña, ejecutado deliberadamente de forma sumarísima por quienes querían evitar a toda costa que se revelaran complicidades y surgieran acusaciones difíciles de explicar en su hipotético proceso ante el Tribunal de La Haya. Europa hizo la vista gorda años y años con Gadafi y estaba ávida de olvidar una página tan vergonzosa ya que el autócrata había sido recibido con todos los honores en París, Roma o Madrid y, como muestra de la pleitesía rendida se permitió que extendiera su jaima en los jardines emblemáticos de las capitales?europeas.


En imágenes brutales captadas por móviles y difundidas por las redes sociales, que no engrandecen precisamente a sus captores, acabamos de ver a Gadafi ahora en los últimos instantes de su vida tras haber sido descubierto y apresado en unas cañerías de las afueras de Sirte donde se había escondido, la mirada inquieta y perdida. Después también vimos su cadáver ensangrentado, brutalmente magullado, linchado, expuesto al escarnio del populacho como un trofeo bárbaro también en Sirte, su ciudad natal, durante más de cuatro días. La ONU reclamó una investigación sobre las circunstancias de su muerte, tiene razón, no valía todo en su búsqueda y detención, los Derechos Humanos deben prevalecer siempre, es la grandeza de la democracia sobre la barbarie.?En una ceremonia macabra miles de sus antiguos súbditos desfilaron ante su cuerpo sin vida como para cerciorarse de la muerte del fanático dictador que les acogotó tanto tiempo. En contra de sus?deseos dejados en testamento, fue enterrado en un lugar secreto del inmenso desierto libio para arrancar de raíz cualquier atisbo de peregrinación futura a su tumba.


Muamar el Gadafi, que puso bajo su férula a Libia con mano férrea y dictatorial, sin libertades, accedió en su día a recibirme dos veces. Una, junto a otros tres corresponsales europeos, en su jaima, alhajada con lujosas alfombras, vigilada por mujeres soldado con cartucheras cruzadas al pecho, pertenecientes a su delirante Guardia Amazónica de doscientas vírgenes expertas en artes marciales y bien armadas; otra más tarde en su despacho de Trípoli, donde presidió la conversación el inmenso e imaginario mapa de una Libia alargada hacia el Chad y otros territorios que codiciaba el singular déspota árabe. Gadafi hablaba inglés por haberlo aprendido en la época en que Libia era una colonia de Gran Bretaña pero respondía siempre en la lengua de su pueblo y sus palabras eran traducidas por un intérprete como para darse tiempo a reflexionar. De perfil como en las monedas, sin mirarme de frente, con gesto hierático, adusto, el ceño fruncido, iba comentando el coronel Gadafi la actualidad; su lógica sui generis siempre resaltaba, digamos, el envés del punto de vista occidental. En efecto, detestaba a Occidente, que mantenía en situación de inferioridad a lo que él llamaba de forma amplia la nación árabe y había ordenado que en el aeropuerto de Trípoli hubiera carteles indicadores sólo en árabe para provocar en los visitantes extranjeros la misma desorientación que sufrían en Europa los inmigrantes procedentes del norte de África.? 'En español hay decenas de miles de palabras de raíz árabe', dijo con orgullo manifiesto al principio de la conversación según las notas que aún conservo y por única vez se dignó mirarme al subrayar el dato de que los árabes habían permanecido en España durante ocho siglos. 'Ocho siglos', repitió ufano y algo desafiante. Dijo admirar a Franco y entendí este elogio de dictador a dictador.


Un dato de entonces: se rumoreaba que los terroristas de ETA habían estado en campos de entrenamiento en Libia porque Gadafi prestaba ayuda a todo lo antioccidental y antieuropeo pero el fiero líder lo negó airado torciendo el gesto y razonando de la manera siguiente según consta en los periódicos franceses y españoles que recogieron la entrevista el domingo 30 de mayo de 1980: 'El País Vasco forma parte de la plataforma continental europea, pertenece a la península ibérica, el suelo vasco es suelo español'. No había pues campos de entrenamiento de etarras en Libia, palabra de Gadafi. Mis recuerdos no son exhaustivos, se centran en la impresión personal que me produjo a mí y no en el impacto que originó su figura carismática de jeque musulmán irrepetible en la política?internacional. Subió al poder en 1969 y cuarenta años más tarde, se mantenía en él con métodos reprobables, conculcación de derechos, asesinato y tortura. En el lejano 1980 saludaba la elección de Ronald Reagan a la presidencia de los EEUU; mala suerte, fue el mismo Reagan quien, arrogándose el papel de justiciero universal y considerándole una especie de enemigo público número uno que había que eliminar por estar fomentando el terrorismo internacional, ordenó un insólito raid de castigo en 1986 contra su cuartel general en Trípoli con la intención clara de eliminarlo, causando decenas de civiles muertos, entre ellos su hija adoptiva, Jana. Fue sin duda una?advertencia seria y sangrienta.


Gadafi y democracia eran conceptos extraños, incongruentes entre sí, insolubles uno en el otro pasados luego por una revolución a la medida, inventada por el 'pensamiento' del déspota libio contenido en las máximas de su singular Libro Verde: ni libertades, ni partidos, ni derecho a la huelga, censura inflexible y ley coránica. Tengo un par de recuerdos de mis visitas a Trípoli cuando yo estaba de corresponsal en París que complementan bien la impresión que me producía el iluminado jeque beduino. En primer lugar, la entrevista con Gadafi fue publicada en toda su extensión a doble página en 'Interviú'. ¡Las declaraciones del dirigente libio en una revista plagada de fotografías de mujeres desnudas! Gran anatema esta falta al recato musulmán: me llamaron muy alborotados de la embajada libia de París.


El otro recuerdo fue un intento de soborno puro y duro, torpe además. El chófer de la agencia de noticias libia Jana se presentó un buen día en mi despacho de la rue d'Aguessau de París y cuando yo creía que traía algún recado, sacó de su bolsillo un gran fajo de billetes enrollados como una bola y ante mi sorpresa mayúscula hizo ademán de entregármelo de parte del delegado de la agencia en la capital francesa. Llamé a mi secretaria para que presenciara su devolución y el emisario se fue con el rabo entre las piernas. No volví a Trípoli.


Para entender por que se sostuvo tanto tiempo en el poder Gadafi, no hay más que recordar que los pozos libios producen un millón 600.000 barriles de petróleo al día por un valor de más de 32 mil millones de dólares al año, maná que explica sobradamente lo que estaba en juego y lo que se dirimió en esta guerra de estos meses, el control del crudo libio. Ahora el país norteafricano quedará de momento en manos del Gobierno provisional que se forme. En ocho meses se planean elecciones multipartidistas y en 2013, una Constitución democrática. Los nuevos hombres fuertes de Libia son el exprimer ministro de este periodo de transición, Mahmud Jibril, y el líder islamista Mustafá Abdel Jadil, que están enfrentados.


El obstáculo mayor ha sido despejado pero queda trabajo para rato. n

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