Opinión

Fin de la excepción irlandesa

Fuera de Europa hace mucho frío. Irlanda se ha vuelto esta vez razonable tras los votos negativos de 2001 al Tratado de Niza y de 2008 al Tratado de Lisboa y vuelve al redil, sus ciudadanos, consultados ya tres veces sobre la Unión Europea, han entendido que su pequeño país no tiene la capacidad de hacer rancho aparte. Ni la capacidad ni los medios ya que en el caso de haber se inclinado por el no en el referéndum del pasado 31 de mayo, hubieran tenido que volver a financiarse en los fríos e impávidos mercados, salir a buscar improbables y aleatorios capitales y, lo que es peor, renunciar a las ayudas de la Unión Europea, única tabla de salvación de su deprimida economía. Irlanda se convertiría así en una isla a la deriva. En economía no hay milagros ni en la católica Eire. Resultado: más de 60% del electorado votó a favor de aprobar el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza que ya han firmado todos los países miembros menos Gran Bretaña y la República Checa. Y, de este modo, pusieron fin a la excepción irlandesa.

En realidad, Dublín no era escollo peligroso para el conjunto de la Unión por no tener en esta ocasión derecho a veto, pero fue mejor convencerle de que optara por la seguridad y no quedara sumido en la incertidumbre, respecto a su futuro, a la intemperie. Dicho esto, cuidado, recordemos en este análisis que 40% de los irlandeses, y entre ellos los seguidores del legendario partido Sinn Féin, que fue brazo político del IRA, se mostraron euroescépticos y partidarios de la navegación en solitario, casi a la aventura. El gobierno de coalición de Fine Gael y el Partido Laborista habrá de tenerlos en cuenta.

En suma, Europa superó el avatar y respira con alivio pero no olvida que se halla en un periodo de vacas flacas, de apretarse el cinturón. Se acumulan las malas nuevas aciagas y hay un aluvión de libros, artículos y suplementos de periódicos sobre la decadencia de Europa, todos los doctores se inclinan sobre el lecho del enfermo para dar su diagnóstico.

Un rápido repaso al estado de la cuestión: Irlanda lo ve negro, ya lo hemos dicho, es la pionera en el tiempo. Pero también están en la lista Grecia, Portugal, Gran Bretaña, Italia, se encuentra cada vez más amenazada España, campeona del déficit. Y Francia, país europeo número dos, al que la elección del presidente François Hollande hizo cambiar de caballo en medio de la carrera, no anda muy allá. Sólo se salva la poderosa Alemania, que supo aplicar las enseñanzas de la fábula de la cigarra y la hormiga. Y, en menor medida. los países nórdicos. Holanda atraviesa a su vez el cabo de las tormentas por su desajustes económicos y políticos. Llevamos ya cinco años de crisis y de tanto hablar de ella día tras día ya se da por descontada sin haberla superado. De resultas, Europa está taciturna, sin pulso, sin ilusión.

España, no digamos. El pesimismo es la enfermedad infantil de los españoles que contestan siempre con su habitual y larga queja cuando se les pregunta ¿qué tal? Fatal, está muy mal visto decir que bien. En el fondo, se diría que se complacen en su sino, cuánto peor, mejor. Razones tienen, la verdad.

Todos los fines de semana España queda al borde del abismo según la prensa mundial, europea y española, los rótulos de los periódicos son catastróficos, tanto da escoger la fecha, por ejemplo, esta semana: “Bruselas tampoco frena el vendaval”, “Los mercados suben la presión tras el rechazo del Banco Central Europeo al plan de rescate de Bankia”, “ La prima de riesgo (que mide lo que el Estado tiene que pagar para pedir crédito) alcanza un nuevo máximo pese al apoyo de la Comisión comunitaria a España”. Apenas hay titulares tranquilizadores: España tendrá un año más para cumplir su déficit, Durao Barroso propone que el fondo europeo recapitalice directamente a los bancos para evitar duplicidades. Mal de males, la fuga de capitales ronda los 100.000 desde enero. Tan mal estamos que la canciller alemana Angela Merkel se ha visto obligada a echarnos un capote con declaraciones de apoyo, pidiendo confianza para la aliada España, que está haciendo bien las cosas. Hay miedo al contagio a toda la eurozona. Por su parte, el Tesoro norteamericano aplaudió las medidas de capitalización de los bancos europeos aprovechando para hacer esta declaración una visita a Washington de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría. EE.UU. está preocupado por la crisis europea.

Naturalmente, esta situación extrema por la que pasa el capitalismo europeo y español no ha escapado a los analistas. El lúcido y clarividente Paul Krugman, premio Nobel de Economía, ha publicado el ensayo “Acabad ya con esta crisis” para explicarle a la gente lo que está sucediendo. Recetas: hay que aplicar políticas expansivas, voluntaristas, el sistema no las crea por sí mismo, se precisa más gasto público. De la época de la Gran Depresión se salió hace un siglo así en EEUU. ¿Cómo salir ahora? Corrigiendo las aberraciones del sistema, las desigualdades patentes: como decía una pancarta en las manifestaciones anticapitalistas en Wall Street, no puede ser que el 1% de la población, es decir, un puñado de ejecutivos del mundo de las finanzas, decidan lo que deben hacer o padecer el 99% restante. Es más que obvio, pero la maraña de intereses creados mantiene la acumulación de riqueza en unos pocos frente a la miseria de muchos, vamos, que Krugman está en contra, con argumentos económicos de envergadura, de que se sigan enriqueciendo los ricos, lo que en Norteamérica, cuna del capitalismo, resulta casi revolucionario.

En el ejercicio saludable de criticar a fondo la Unión Europea, otro gran escritor, Hans Magnus Enzensberger, de 83 años, vapulea los prejuicios en “El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela”, de título descriptivo muy elocuente. Y sienta: a Europa le falta democracia.

Revela múltiples incongruencias, defiende una Bruselas más a pie de calle, menos distante y denuncia que los órganos comunitarios se ocupen de todo, como aconsejar a los ciudadanos sobre lo que hay que comprar o lo que hay que comer. Detesta el lenguaje estereotipado, la lengua “de castaño o de palo”, de los 30.000 funcionarios que rigen los destinos de los 500 millones de europeos. Estima que les alejan de la utopía europea. En la comprensión del lenguaje está también el rescate de Europa.

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