Opinión

Apariciones inesperadas

Ayer me llevé un susto tremendo: cuando, a la una de la mañana, rendido por el cansancio, me metí en la cama para echarme a dormir, noté una sensación extrañísima en mis piernas; algo me molestaba e impedía que las estirase del modo que tengo por costumbre para descansar, como vulgarmente se dice, “a pierna suelta”. Era algo parecido a un bulto informe que invadía mi espacio vital dentro de la cama. Esa molestia inicial se tornó en inquietud, y al punto ésta en puro miedo escénico, cuando comprobé que esa masa desconocida se deslizaba hacia arriba lentamente. Invadido como estaba por el pánico, miré a mi mujer tendida a mi lado para suplicarle ayuda, pero ella estaba plácidamente dormida, y a mí no me salían las palabras. Tenía el cuerpo y las cuerdas vocales paralizadas. El cuerpo extraño seguía moviéndose hacia arriba, sentía cercana su presencia. No puede ser –pensé-, ¡por Dios!, ¿qué carajo es esto? Rendido, aterrorizado, cerré los ojos ante la inminente aparición delante de mi rostro del monstruo en cuestión. Efectivamente, note al instante su respiración en mi cara y también, debo decirlo, un fuerte olor a perfume caro, lo que me despistó muchísimo, pues es bien sabido que los seres monstruosos huelen a ácido sulfúrico o a bomba fétida, pero nunca a perfumerías de lujo. En todo caso me daba pavor abrir los ojos; pero entonces escuché una repentina vocecilla aguda y tragicómica diciéndome “hola qué tal”, y me despertó de la catarsis emocional en la que me encontraba. Abrí los ojos y ante mí se apareció él, omnipotente, omnisciente, de rostro candoroso, de mirada vivaz y sonrisa inocentemente traviesa. ¡El pequeño Nicolás! -exclamé al instante-, ¿eres tú de veras? No, no puede ser, no eres real, esto tiene que ser un mal sueño... no... ¡mujer, despierta, pellízcame fuerte! Tú... tú eres... Nicolás, ¡el pequeño Nicolás! ¿Pero cómo has llegado hasta aquí, hasta mi propia cama?

“Claro que soy Nicolás – dijo -, pero por favor, dejad de llamarme todos 'el pequeño'; sé que soy joven, pero las aventuras que yo he vivido en mis escasos veinte años la mayoría del gente no las viviría aunque naciesen tres veces. ¿Pequeño Nicolás? ¡El gran Francisco Nicolás! Así es como habréis de llamarme todos”. “¿Y qué hace vuesa merced metido en mis aposentos? ¿A qué debo tamaño honor?”, le pregunté, afectando sobremanera el lenguaje para ponerme a la altura de tan delirante escena. “¡Oh, no os creáis con privilegio especial! Elegí por azar esta morada para mi descanso, tras duras batallas en distintos frentes”. “Entonces es cierto que sois espía sagaz y deshacedor de agravios secesionistas en esta querida España?” “¿Lo dudáis acaso, bellaco? -respondió él en tono amenazador, voz en grito, que ya quisiera yo que en mitad de la refriega mi mujer se despertase para auxiliarme o traerme de vuelta de semejante pesadilla-; sabed que soy también guardián de secretos de Estado y confesiones de alcoba de reyes, validos y nobles; y no dudéis que si algún plebeyo osa mancillar mi honor, con una sola palabra mía rodarán cabezas y ministerios, pues a buen recaudo tengo las pruebas de tamaños deslices y tropelías”. “¿Tropelías, decís? Contad, contad, que soy todo oídos, y vuesa excelencia tiene en mí a un fiel vasallo”, dije yo, preso ya de igual locura.

“Despierta, despierta, ¿qué te pasa, que estás tan agitado?” Era mi mujer quien me hablaba. “¡Ay!, no te vas a creer el sueño que acabo de tener. Resulta que...”

“Espera –me interrumpió– me acaba de entrar un whatsapp. Vaya, se deben haber confundido; escucha, te leo lo que pone: Estás encantadora cuando duermes. Un beso. El gran Nicolás. ¿Tú entiendes algo?”

Recuerdo que estaba marcando el número de mi psiquiatra de cabecera, y antes de teclear el último dígito me desmayé.

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