Opinión

Burocracia estúpida y mortal

Muchos padres saben de qué va esa enfermedad; la han visto cubrir el cuerpo de sus hijos de ronchas rojas, el picor es incesante, la fiebre de la criatura se dispara y su malestar general da pena. Pero no pocas veces, ya sea de modo espontáneo, ya porque provocan ellos la situación propicia, uno y otro hermano sufren la dolencia al mismo tiempo, con cierto alivio para los padres, pues ya que estamos, mejor de una tajada, y así se libran de pasar dos o tres veces por el doloroso trance. Es una enfermedad de esas que “no causan alarma ni nacen en chabolas o favelas”, y que la traen los niños bajo el brazo en lugar del pan que dejaron olvidado años atrás en el útero materno. “¿Vuestro hijo contrajo la varicela? Bueno, tranquilos, no os preocupéis, tendrá fiebre y molestias durante unos pocos días; procurad que no se rasque demasiado o le quedarán en la piel marcas de las costras. Eso sí, avisad al colegio por si sus compañeros de clase pudieran haber sido contagiados”. Y tras esos pocos días de cuarentena, el niño sano y salvo y la varicela pasando a mayor gloria.

Supongo que ese debió ser, más o menos, el razonamiento lógico de la madre de la niña que murió el otro día en el condado de Treviño (enclave burgalés en la provincia de Álava), cuando le diagnosticaron al principio a su hija la varicela. “No se preocupe, en pocos días se pondrá buena. Dele este jarabe cada x horas y ya verá como pronto se pone buena. Venga, que pase el siguiente”. Pero la madre veía en ella algo raro; la alertó ese instinto protector y primario que solo ellas tienen. Su hija empeoraba, así que al tercer día se fue con ella a urgencias del hospital de Vitoria, aunque el pueblo en el que residen sea burgalés; pero bueno, qué más da la circunscripción territorial ante una grave urgencia pediátrica, ¿verdad? Allá se fue con su pobre niña, y de allí la mandaron de nuevo de vuelta a su casa de Treviño, pese a que la criatura de tres años se encontraba cada vez más débil; deber ser que la situación no está para ingresos hospitalarios innecesarios. Nada, no se ponga en plan tremendista, por favor. Sí, tiene fiebre alta, por eso está tan débil, pero no es muy raro. Le habrá pegado más fuerte que a otros niños, eso es todo. Ande, váyase a casa y verá que en poco días todo habrá terminado.

De madrugada, a los pies de la cama de la niña, la madre sabía a ciencia cierta que nada iba bien. Las convulsiones presagiaban algo trágico. Por eso descolgó el teléfono y llamó al 112. Insisto en que marcó este número, sin saber en qué maldita provincia se perdería esa llamada. Por razones de cercanía territorial fue desviada a Álava. Y entonces toda la estupidez humana y toda la paleta división fronteriza sacó su peor cara. No le enviamos una ambulancia desde aquí, le dijeron. ¡Mi hija está muy grave!, imploraba. Ya, pero es que usted es burgalesa; mejor será que llame a Miranda de Ebro y ya ellos se ocupan, escuchaba desesperada. ¡Oiga, mi hija se me muere! Le repito: pida que le manden una ambulancia desde su provincia. Nosotros no podemos hacer nada.

De poco valieron las prisas del padre en salir de su curro en Vitoria (donde se deja el sudor de su frente) para llegar a casa, coger a la niña, meterla en su coche y conducir jugándosela hasta la puerta de Urgencias del hospital de esa ciudad. Ya era tarde. Ya nada se pudo hacer por su vida. La niña de tres años se iba, dejando a sus padres llenos de un odio solo superado por la pena de perderla para siempre.

Quizás esos minutos de demora fueron mortales de necesidad; nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que ni la crisis ni los localismos paletos pueden justificar la pérdida de vidas humanas. Y menos las de los más indefensos.

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