Opinión

´Cuando éramos alumnos

Cuando yo era alumno al profesor se le trataba de usted, y ninguno osaba romper esa sagrada regla; también hacíamos gamberradas, ¡solo faltaba!, y así nos jugábamos la terrible visita al despacho del director tras haber sido pillados en el renuncio. Pero nunca perdíamos la perspectiva: a usted, profesor, le reconozco hoy, mañana y siempre la autoridad soberana sobre mí, pobre alumno. Y por eso sus órdenes van a misa. Cuando yo era alumno a veces nos castigaban en el colegio, con o sin razón (¡qué importaba eso!); y ese castigo tenía siempre su propina, la que te caía al llegar a casa por haber sido previamente castigados en el colegio. Pero, claro, cuando yo era alumno no existían los estrés postraumáticos ni los padres delinquían cuando privaban al hijo de la suculenta o humilde paga semanal; no existían los profesores colegas ni los padres enrollaos; unos y otros eran, si mal no recuerdo, los ostentadores de la “terrible” autoridad. Reminiscencias, ¿verdad?, de la aciaga dictadura. Una autoridad que es la culpable de que hoy, los que tenemos más o menos entre cuarenta y sesenta años, suframos taras irreversibles, nos sintamos bichos raros en este incomprensible mundo, y nos veamos superados por nuevos y estrambóticos modelos de sociedad.

Cuando yo era alumno la historia era la que era, para bien o para mal, se impartiese en un colegio de Arenys de Mar, de Baracaldo o de Chinchón; y sí, es cierto que nos obligaban a estudiar de memoria cabos, golfos, ríos, afluentes y cordilleras; pero en general, los que tenemos entre cuarenta y sesenta años, gozamos de una cultura media aceptable, que ya quisieran para sí ciertos alumnos de ahora, insuperables en el manejo de un Joystick, pero cenutrios cuando han de usar la herramienta más hermosa que nadie nos ha dado: las palabras. Claro que cuando yo era alumno estudiar la historia no dependía de que gobernase la izquierda o la derecha; y tampoco existía ese afán nacionalista de reinterpretar (cuando no falsear) los acontecimientos de nuestro pasado. Y es que cuando yo era alumno no existía este disloque de autonomías con competencias transferidas en materias que se me antojan básicas para el mejor desarrollo de un pueblo, como es la educación (o la sanidad, o la justicia). Cuando yo era alumno estudiar en Zamora, Alicante o Pontevedra daba lo mismo. Hoy no.

Cuando yo era alumno los profesores eran tan, pero tan malvados, que a veces en mitad de clase nos ponían exámenes sin previo aviso. Y, ¿saben?, no conozco a ningún antiguo alumno que hubiese necesitado de terapia para superar las secuelas de semejante trance; claro que en aquellos tiempos los métodos pedagógicos eran casi cavernarios, a años luz del moderno sistema de compadreo, donde el “buen rollo” se impone sobre la caduca autoridad, una antigualla que es mejor arrinconar. Y hoy en día, si a algún centro se le ocurre realizar a alumnos de primaria una prueba para comprobar cómo van en el aprendizaje de materias tan inútiles como son la competencia lingüística o las matemáticas, algunos montan en cólera pues creen que sería tanto como someter a los pobres niños a un estrés innecesario, de consecuencias futuras impredecibles. Y es que, ya lo saben, los alumnos de hoy en día (y alumnas, que quede claro por aquello de la estupidez del machismo en el uso del lenguaje) no están hechos de la pasta con la que nos forjaron nuestros recios, tiranos, despiadados padres hace más de cuarenta años.

Cuando yo era alumno la educación no se había todavía en arma arrojadiza en la vida política; hoy en cambio no solo es motivo de pugna partidista, sino nido de profesores desencantados y alumnos hiperestresados. Y también de mucho bobo papista a más no poder.

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