Opinión

Dentelladas de pasión

Te veo y no puedo remediarlo. Es la derrota de la razón y la sumisión de la voluntad a manos de la fuerza avasalladora del animal. Te veo, te contemplo solo durante un instante, y la mente se me nubla, pierde sus coordenadas y se lanza furioso a la deriva. Y ya no puedo pararme. Es el resplandor de tu color brillante lo que me ciega; es la desnudez obscena de tu carne tensa la que desata mi pasión, la que me atrae hasta tus encantos, hasta tu vello y tu piel, que cubre el cuello arrebatador. Cuando mis pupilas retienen esa imagen, como se fija en la mirilla del francotirador el objetivo que debe abatir, en ese preciso instante todo pierde el sentido de la mesura, todo se hace desproporcionado, brutal. Solo una idea ronda entonces mi cabeza, contagiada de la perversa locura. Es la voz que viene del otro lado, la que solo se oye en mi interior, pero que resuena en mis entrañas como trueno ensordecedor: Lánzate sobre ella, sométela, hazla propia, succiona toda la vida que corre a borbotones por sus venas y transpórtala a la tuya; eres el enfermo crítico que ansía esa transfusión de sangre para poder sobrevivir. Por eso tienes que poseerla y exprimir su jugo hasta el final. Ahora no cabe la convivencia pacífica entre ambos cuerpos, no caben las tablas como resultado final de la partida. Aquí y ahora debes decidir entre tú mismo y el otro cuerpo. Y no tienes mucho tiempo para meditar. Es más, se te agota el escaso tiempo en estas peroratas reflexivas cargadas de moralina; si no lo haces ahora, ese otro cuerpo desaparecerá para siempre y te arrepentirás, te quedarás con las ganas, revolviéndote las entrañas. Y tu aliento se apagará, te volverás sombrío, falto de vida, y querrás reaccionar, retroceder en el tiempo para lanzarte sobre la presa que dejaste escapar. Pero será tarde; en el fondo sabes que solo cuentas con una oportunidad, una sola bala. Por eso te digo que ataques, lánzate sobre tu presa, ensarta tus garras en sus carnes, y deléitate en ese diabólico frenesí”.

El depredador se decide y se lanza a la yugular; las pupilas olfativas del cazador están totalmente abiertas, y hasta ellas llega el olor excitante de la presa. Cuando su boca roza la piel suave de la víctima, aquél se resiste a abandonar ese instante mágico, ese juego mortal en el que los labios acarician el cuello húmedo, erizado de repente ante el contacto inesperado. A veces quisiera la boca no tener que abrirse de pleno para engullir esa carne; quisiera poder parar los segundos en ese beso lujurioso, en la instantánea de la boca sensual de labios entreabiertos que recorren húmedos el cuello de la mujer hermosa, llevándola a la locura; pero sabe que el final es ineludible: los dientes afilados se clavan en la carne y se cierran después para no dejarla escapar. Y lo que al principio parecía un juego erótico y arrebatador, se convierte ahora en una lucha desigual entre el felino y su presa, que lucha inútilmente por zafarse al sentir las primeras punzadas de ese dolor sutil, con un punto casi masoquista. No es nada personal, piensa él mientras fija sus caninos en el cuello su víctima. Es solo que no puedo maniatar mi instinto salvaje; es tu carne, tu cuello y tu olor el que despierta el impulso que me domina. Ojala pudiera pararme en el beso fugaz, en el roce cómplice de nuestros cuerpos,; pero sabes que nuestro idilio solo durará lo que tarde tu sangre en hacer hervir a la mía. Así que perdóname por mi atrevimiento, pero debo morderte hasta el final. Quiero comerte para llenarme de ti, aunque, creo que ya te lo he dicho, esto no sea nada personal.

Están de moda los mordiscos, lo hemos visto en el mundial; este solo es uno más, a salvo de vampiros y animales. Y muchos de ellos son, de verdad, irrefrenables.

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