Opinión

EXCLUIDOS

Parece que nos quedan lejanas las protestas sociales que han conseguido derrocar a dictadores musulmanes de países africanos, pese a que solo una manga de mar nos separa de ellos. También da la impresión de que un taimado velo de censura haya apagado el sonido de tambores proveniente de la revolución ocurrida en Islandia, donde el pueblo llano ha dicho basta y ha gritado ¡no! a la tiranía de los mercados, ¡no! al sometimiento implacable a las financieras, ¡no! a la asunción colectiva de la multimillonaria deuda contraída por directivos de elegantes trajes, lujosos coches, grandes mansiones y nulos escrúpulos por llevar un país a la ruina. Bien al contrario, los islandeses han dicho ¡sí! al enjuiciamiento de los presidentes de bancos, ¡sí! a la disolución del parlamento, cual purga de malditos adoradores del becerro de oro, ¡sí! a la elaboración de una nueva constitución por ponentes elegidos de entre los ciudadanos, para que pueda volver a ellos lo que de ellos nunca debió salir: la facultad de decidir los designios de su propia vida. Sin embargo, poco o nada se ha dicho en los medios de comunicación 'serios' sobre este grandioso fenómeno acontecido en un país de nuestra cultura occidental. Es como si las fuerzas predominantes hubiesen amordazado a prensa, radio y televisión ante el temor de que tal movimiento cívico se propague, y su entusiasmo rebelde se contagie allende sus fronteras, como los ecos del grito de los esclavos clamando, exigiendo libertad.


Los dirigentes europeos han aplaudido el que los pueblos africanos o asiáticos se subleven contra sus tiranos, muchos de ellos sostenidos durante tantos años por los mismos que ahora los vituperan y jalean la rebelión popular. Pero no nos engañemos, nos dicen. Somos el espejo en el que se quiere mirar el tercer mundo. Aquí tenemos nuestro propio sistema de vida, de fuertes pilares. Vivimos en democracias consolidadas, la gente vota, hay partidos libres, parlamentos elegidos en las urnas, presidentes sometidos a plebiscito cada cuatro años. No comparemos realidades antagónicas. No tomemos decisiones en caliente, no es bueno. Hagamos cambios, sí, pero sin cambiar casi nada. Aguantemos (aguantad) este chaparrón. No podemos ceder a las caprichosas pretensiones de cualquiera. No podemos dejar el poder de decisión en manos de descontentos, de parados de larga duración, de jóvenes que emigran porque aquí no se les valora, de desahuciados de sus viviendas, de pensionistas con míseros retiros, de autónomos y pequeños empresarios a los que se le niega hoy y mañana el crédito, de ciudadanos que pagan casi un euro y medio por litro de combustible, de mujeres y hombres que prestan su dinero a las eléctricas porque éstas, siempre, estiman más consumo que el real. No nos pueden gobernar los que abogan por un mundo distinto, los que se niegan a que todos paguemos las fechorías de otros, los que se indignan cuando oyen que España debe hacer más ajustes para contentar a los mercados, para ganarse la confianza de los inversores, porque saben que estos ajustes siempre perjudican a los mismos, a los que, precisamente, nunca somos escuchados. No podemos hacer caso a utópicas reivindicaciones sobre la moral, sobre la ética y sobre la interdicción del abuso de poder. Es un mal menor, es algo inevitable; el poder corrompe a todos por igual, así que sigamos nosotros, que ya sabemos de qué va el juego. Hay que evitar que se subleven estos revolucionarios en potencia porque, nunca se sabe, a lo mejor el pueblo les escucha y les sigue. Y eso no es bueno, ¿verdad? ¿O sí?

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