Opinión

Pactos

H ay un poema precioso de Benedetti. Se titula “Hagamos un trato”, y en él el poeta describe con hondo sentir y sencillez majestuosa, de ahí su grandeza, el pacto indeleble que se forja entre dos almas enamoradas. “Compañera, usted sabe que puede contar conmigo; no hasta dos ni hasta diez, sino contar conmigo”. Así empieza este poema; el amante se entrega incondicional a su amada una, dos, tres, mil veces, y tan solo ansía de la mujer, no que haga lo mismo (pues entonces ya no sería su amor incondicional) sino que ella misma se convenza de que puede al fin, ahora y siempre, contar de veras con él. Amor sin fisuras de Benedetti.


Pero hay otros pactos más prosaicos, menos puros; hay acuerdos condicionados, mercantiles, interesados; esos nunca serán pactos de amor, pues el verdadero amor, el sangrado, nunca es amor de lucrar, dice también otro gran poeta. Son pactos frágiles, mortales, si por ello entendemos los que tienen fecha de caducidad. Son pactos racionales, en ellos rara vez uno pierde la cabeza. Y es que los delirios son más propios de las locuras del alma, de la llama amorosa, de la sangre efervescente, de las carnes húmedas, del vello erizado, del sudor de dos cuerpos, de los besos prolongados, y de esas caricias deliciosamente obscenas que, aun siendo gratis, rara vez nos regalamos. No, esos otros pactos no extasían el alma, no nos hacen perder la cabeza. Como mucho perdemos a veces en ellos la dignidad. Son pactos terrenales, lícitos algunas veces, otras rayanos en la ilegalidad, y muchas veces salpicados de gran inmoralidad.


Como ocurre, ¿verdad?, cuando pactan entre ellos bancos, grandes empresas o multinacionales de la explotación democrática. Se alían entre ellos para privar a los débiles de la preciada libertad para pactar, para acordar libremente, para negociar. Son pactos bendecidos también por gobiernos, con los que ellos a su vez pactan los repartos secretos del mercado. Pactos crueles que nunca se dan en pie de igualdad. No obstante, los pactos, dicen, son necesarios; pactamos para evitar un pleito, para suspender una pena, para decidir derramas entre vecinos, para acordar “amigablemente” el despido de un trabajador; pactan, es lo deseable, los que una vez se quisieron y ahora deciden que no, que ya no les vale el amor, o este se les perdió en cualquier esquina, y por eso rompen entonces ese contrato, ese pacto llamado matrimonio. Pactamos para conseguir una rebaja en el precio de venta, qué más da que se trate de un par de calzoncillos en una feria de pueblo o de un chalet de lujo en la costa del sol.


El caso es pactar, convencernos de que somos grandes negociantes. Pactos que nos condicionan desde el alba al anochecer, aunque ninguno de ellos merezca la reflexión sabia del poeta. Para este solo valen los pactos del corazón, los que se escapan de monedas y almonedas.
Y en breve, futurible señor alcalde, usted querrá, rogará a pecho abierto que firmemos con usted un cierto pacto. Es posible que, parafraseando al mismo poeta, nos diga que podemos, a ciencia cierta, contar con usted, una dos, diez veces. Mas debe entender no obstante nuestra falta de entusiasmo. Así que no nos venda frases propias de enamorados; no pretenda levantar pasiones ciegas. El pacto que usted propone es caduco, interesado, y llegado el caso, muy fácil de traicionar. Sabemos que sus asesores le dicen que debe sonreír, abrazar, acariciar, para mostrarse cercano, casi casi encantador. Pero la verdad es que no nos encanta. Y no se ofenda, aspirante, esto no es nada personal. Es solo que, a estas alturas, se nos han declarado tantas veces, que se nos hace difícil confiar. Nos basta, pues, con que tras el 24 de mayo se ponga de verdad a trabajar. Los delirios los buscaremos en otras partes, o leyendo a los poetas.

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