Opinión

Patria de regato y perpiaño

Tuvo que ser el fuego devorando todo a su paso lo que apartase nuestra atención del galimatías catalán. ¡Qué frívolo parece ahora ese «digo donde no dije antes, y quise decirlo sin decir nada», ese juego de amagos y quiebros del lenguaje y de los actos al lado del inmenso drama de nuestra tierra envuelta en llamas! La barbarie y la destrucción se abrieron camino entre los recodos hermosos de pueblos y montes, dibujando en rojo y negro una autopista infernal. Otra vez, Galicia, otra vez saltaban tus viejas costuras  abrasadas por los aires. Otra vez. La patria, la de todos los días, la que no se engalana, se resquebrajaba, se abría en canal, como se abren las arrugas de la anciana a cada lágrima que llora sentada al pie de su triste cabaña, de la casa que ya no está, de ésa que se la llevaron. 

Ella, la abuela, que vio, vivió y sufrió de todo, ella que tiene al pie de la cama preparado desde hace tiempo el hatillo para su viaje más largo, porque sus huesos le duelen y la encorvan demasiado; ella aún vio de nuevo el horror escalando copas, lomas y tejados. Escuchó el grito desgarrador del vecino, el aullido de perros, el relinchar de caballos desbocados, desesperados; escuchó el crepitar del fuego escalando el coqueto murete de perpiaño. Y sus lágrimas de coraje brotaron y surcaron su rostro tostado y avejentado. Se maldijo entonces por estar viva, por haber vivido demasiado; tanto como para ver su patria, la pequeña, la de fronteras de perpiaño, muerta a manos de desalmados. 

Pero quizás no esté muerta, quizás aún la salven los que la trabajan a diario, también los días en que no ocupan noticias ni diarios; esos valientes ilusos que en mitad de la guerra miraban al cielo pidiendo agua, no para salvar sus cosechas y llenar sus acequias, sino para vencer al monstruo que les devoraba el sustento diario; ésos que mientras luchaban no lloraban, porque frente al fuego era un lujo demasiado caro, y toda la rabia la ponían en cada golpe con la rama y en cada cubo que vaciaban sobre las llamas que les cegaban la vista y les abrasaban la piel. Y a cada golpe que daban en el suelo ardiente se acordaban de la abuela llorando sentada en la piedra a la entrada de la casa.

Y exhausto tras esa batalla desigual, ese bombero que no lo es, ese brigada que tampoco era, ese «labrego» que siempre fue, apenas en unos instantes de descanso se sienta en la piedra, las manos negras y el rostro negro, tiznado de humo, ceniza y dolor. Ahora sí llora, no lo puede evitar, llora porque su patria, la de la tierra trabajada y mimada, la que surcaba hace muchos años el arado del abuelo, desaparece, ya no la ve tras la cortina espesa del humo y del espanto. Llora como la hace la anciana abuela; llora porque le quedan muchos años y aún quisiera seguir viviendo en su patria verde de regatos, toxos, brezos y carballos.

Y a esa anciana y al vecino de la aldea, y al labrego convertido en héroe sin buscarlo, algunos les dicen que se calmen, que no saquen conclusiones, que no politicen la desgracia. Que no es tiempo de protestas ni de cantos enfrente de edificios oficiales. Y al labrego,  al que lo ha perdido todo o casi todo, al  que solo le queda el orgullo de la patria que lleva mimando desde que era un pobre muchacho, se le saltan las costuras del amor propio, y grita y pide que su grito de justicia sea por fin escuchado. Y, puestos a pedir, reclama que sí se haga política de verdad, política de Estado. Política que salve la hermosa patria. La patria del regato y de la anciana que aún sigue llorando, desconsolada, sentada en la piedra justo al lado de su casa. 
 

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