Opinión

PREJUICIOS

Justo cinco minutos antes de escribirles estas líneas tenía decidido hablarles del valor o inutilidad de las encuestas preelectorales, y de la batalla de los medios de comunicación por publicar la más fidedigna y, por qué no decirlo, la más afín a sus inclinaciones ideológicas. La verdad es que sobran ejemplos en el pasado de auténticos revolcones sufridos por las empresas encargadas de elaborarlas, cuando los resultados oficiales ni por asomo se acercaron a lo que estos gurús de las previsiones habían vaticinado. Ya veremos qué pasa el 20 de noviembre. Pero a lo que iba, mi idea era explayarme en este asunto, sin embargo, en lugar de ello no me resisto a narrarles lo que me pasó ayer a mediodía en un quiosco de prensa de esta ciudad, al que acudí a comprar un periódico de tirada nacional, tras haber leído a primera hora de la mañana, con mi café y tostadas, el diario La Región. Cogí el periódico de la repisa y lo puse encima del mostrador para pagarlo. Hasta ahí todo normal. A mi derecha un hombre cercano a los setenta años, mostacho recortado, pelo ralo, baja estatura y cara de mala leche, la que tienen los que parece que siempre van cabreados por la calle, había cogido también un ejemplar y esperaba impaciente a que le cobrase el quiosquero. Pese a que yo estaba primero, el susodicho puso su periódico al lado del mío y dejó el importe exacto sobre una pila de revistas del mostrador. El empleado, respetando el orden de llegada, se dirigió a mí primero: '¿Qué se lleva?' Le contesté: 'El País'. Me dijo el importe y le di un billete; mientras esperaba el cambio intuí por mi derecha una mirada furibunda del tipo del mostacho, como si mi respuesta le hubiese ofendido o hubiese abierto la espita de sus malos humos. Lo miré con tranquilidad y sin desafío (la edad y el mostacho son grados). Confirmé mis sospechas: unos ojos de mirar bajuno se clavaban en los míos y me regalaban un gesto despreciativo acompañado de un sonido bilabial fricativo (algo así como bffff) y meneo ladeado de testa. Creí ingenuo de mí que le debía haber molestado que no le hubiese cedido el paso. 'No es para ponerse así', dije para mis adentros. Pero observé que miraba con asco mi periódico, como si le produjese algún tipo de sarna o úlcera cutánea. Antes de que me diesen la vuelta del dinero me picó la curiosidad y atisbé el ejemplar que llevaba entre sus manos: La Gaceta. 'Quieto Wilson, no te embales ? me contuve -, en esta santa casa cada uno lee lo que le dé la real gana, faltaría más'. Pero, vaya, nadie es perfecto ¿no?; cuando me dio el cambio el quiosquero le solté al del mostacho, con serenidad, eso sí: 'Está claro que tenemos gustos diferentes'. Lo sé, sé que en ese momento iba a provocar su ira, y estaba ansioso por escuchar su respuesta: 'Por supuesto, no me compares ? chulesco y tuteándome - menos mal que os vais a ir muy pronto, ya os teníais que haber ido hace mucho tiempo'. Como no le contesté y me fui, allí lo dejé encendido, rosmando no se qué con el quiosquero, como si buscase en él el beneplácito a su oráculo.


Ya ven, no les hablo de las encuestas, sino de esta curiosa anécdota. El cenutrio del mostacho había adivinado cual pitonisa de 'El Gato al agua' mi voto, solo por el periódico que leo. O sea que los dos millones de lectores de 'El País' son tan lerdos que tienen el cerebro lavado por la chusma sociata. Los de La Gaceta no, ¡quiá!, éstos no llegan a doscientos mil, pero a ellos las encuestas les otorgan la mayoría aplastante. ¿Les salen a ustedes los números, prejuicios aparte?

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