Opinión

Voz disonante y rebelde

Alguien, desde detrás de un telón, levantó la voz y denunció el actual comportamiento suicida de nuestro sistema económico mundial; gritó además que ese sistema había convertido al planeta tierra en un depósito de porquería. Al oír esa voz disonante, otras voces potentes, hoscas, inapelables, quisieron acallarla por escandalosa y peligrosamente perturbadora: “No hagáis caso de esa voz ventajista, estúpidamente catastrofista; se aprovecha de la debilidad humana para torcer vuestra voluntad; solo hay un orden, y ese es el nuestro; solo hay una verdad, y esa es la nuestra. Lo contrario es caos, anarquía y desastre.

Pero la voz siguió denunciando lo que entendía injusto, y arremetió con férreo látigo de palabra contra el consumismo compulsivo que contribuye a la destrucción del planeta; y nos arengó para hacer presión contra los que tienen el poder político, económico y social. Y clamó sin tapujos contra el cobarde sometimiento de la política ante las finanzas, y textualmente dijo que “hay demasiados intereses particulares. El interés económico llega a prevalecer sobre el bien común y a manipular la información para no ver afectados sus proyectos”. Y los otros, los dueños de las voces poderosas, al ver que la del rebelde proseguía con su discurso extremista, empezaron a temer por su secular hegemonía; y presto pusieron la maquinaria en marcha, y entonces poderosos banqueros, magnates de medios de comunicación y consejeros de ricas multinacionales salieron a la palestra para exhibir las bondades del mundo que ellos manejaban a su antojo; pero en voz queda, en secreto, dijeron a los políticos que ellos mismos habían colocado en países estratégicos: Escuchad, estúpidos, si quisiéramos ahora mismo os podríamos derrocar; así que acallad pronto esa voz que está alterando al pueblo. Ya no se trata de un loco infeliz, la gente se traga lo que dice, y si empiezan a creer en sus propias fuerzas vuestro puesto peligrará. Reaccionad, pues, sofocad rápido esa revolución en ciernes, y solo así os seguirá yendo muy bien”. Y escuchando esto, temerosos de perder los privilegios que como sobornos les regalaban los magnates, los políticos también salieron a la palestra y repitieron de corrido lo que de memoria se habían aprendido: Solo hay un orden, y ese es el nuestro; solo hay una verdad, y esa es la nuestra. Lo contrario es caos, anarquía y desastre.

Pero la voz rebelde no se cansaba de hurgar en la herida ya abierta, y ahondaba con su verbo directo en el dolor de los todopoderosos. Se atrevió a traspasar la barrera hasta ahora infranqueable: esa que protege de todo tumulto o regulación la sagrada propiedad privada. Y osó defender la subordinación de aquella al destino universal de los bienes, en una suerte de delirio mesiánico, radical y antisistema; y defendió también la ética de la función social de cualquier forma de propiedad privada. Y entonces en las otras voces surgió el pánico, pues cada vez eran más los adeptos de esa nueva filosofía vital. En un afán desesperado de cortar la revuelta el jefe de los poderosos los citó a cónclave en un lugar recóndito y secreto de las montañas alpinas. Y allí, entre grandes medidas de seguridad, preguntó a sus espías quién era y a qué grupo terrorista pertenecía el que había alteraba el orden mundial. “No está adscrito a ningún grupo, señor. Es el Papa”, contestaron. “¿El papa? ¿Cómo es posible? La Iglesia Católica siempre fue nuestra aliada. ¿Qué pretende este?”, gritó el magnate. Y como nadie contestara, eligió a un grupo de las fuerzas de élite para urdir un plan de eliminación. “¿No dice que lo privado debe ceder ante el supremo interés común? Pues así sea. Adelante. No quiero fallos”.

A los pocos días, los diarios del mundo se hicieron eco del terrible magnicidio.

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