Opinión

Secuestro en Fátima

Después de tantas horas de viaje estaba realmente baldada. Peinó su pelo cano y sedoso con la mano temblorosa y arrastró aquel maletón hasta la puerta del hotelito. Aquellas ancianas monjitas sonreían candorosas y un poco pazguatas a tantos visitantes que, al fin, las ayudarían a alimentar a aquellos pequeños de los ojos grandes.

La habitación no era gran cosa, pero tenía lo suficiente para pasar dos días aquí en Fátima. Se sentó en la pequeña cama y poco a poco se fue reclinando sobre la colcha rayada. Cuando despertó supuso que ya se habría pasado la hora de la cena. Aún sin mirar el reloj de pulsera se acurrucó de nuevo y se tapó como pudo mientras se dijo: “pues hasta mañana”.

Así, medio dormida o medio despierta, pero agotada, se puso a columbrar la luz de los neones, recortada, que se colaba por las rendijas de aquella persiana de lamas. Escuchó que llamaban a su puerta.

Juraría que una mujer joven le encomendaba a su niño: “Atiéndamelo usted, se lo ruego”. Dijo que bueno, pero lo dijo entre sueños. Un sopor insuperable la arrancó y se la llevó por campos llenos de flores. Aquel niño era precioso como todos los niños, tierno como todos los niños, de mirada dulce como la de todos los niños. En el corazón se le puso un no sé qué, un algo a lo que llamó terneza.

El chico se dejó atrapar entre sus huesudos brazos y con el mimo de una abuela lo recostó a su lado. Entonces durmió a pierna suelta. Claro que las sirenas de la policía la hicieron despertar de golpe. Era un amanecer con esa luz aún descolorida, con ese frescor apretujándose blanco y plano a cada cristal de las ventanas. Oyó mucho revuelo en los pasillos: “Han secuestrado al niño. ¿Qué…? Sí ha sido un secuestro y se han llevado al niño. ¿Qué niño? Cuál ha de ser…el niño de la Virgen”, explicaba el guardia vestido de paisano.

Ya se pueden imaginar las idas y venidas del clero, de cada sor, de cada hermana, de cada madre abadesa, de los eméritos, de los patriarcas, de tantos y tantos “fatimeros”, o peregrinos…Las embajadas se pusieron en marcha, las redes sociales trasmitieron a todo el mundo la noticia de que la Virgen de Fátima se había quedado sin niño. Y todo adquirió una dimensión extraordinaria cuando su Santidad el Papa desde la misma plaza de San Pedro y después desde el baldaquino, dio “urbi et orbe” la voz de alarma.

Y claro todo el mundo se puso a buscar al niño de la Virgen de Fátima. Y se rebuscó arriba y abajo y se cotejó el ADN de Nuestra Señora y se llenó de carteles el mundo con un escueto “SE BUSCA”.

La mujer del hotelito se presentó en el cuartelillo. Quiero confesarlo …ese niño que buscan lo tengo yo en mi cuarto. Allí se fueron los guardias portugueses, sonando sus sirenas y alborotando a las monjitas que cuidan de los pequeños huérfanos, metidos en aquel medio convento o medio hotel de los más baratos.

En la habitación de la mujer no estaba el chico y la conminaron a buscarlo entre aquellos “no acompañados”. Fue mirándolos despacio. Y no era fácil, pues todos tenían su fisonomía, la de los ojos guapos. Puede ser éste, o éste, o éste, o ésta del vestido bordado.

Desde entonces nadie dice que la Señora de Fátima no tiene niño, sino que tiene un montón. Suyos son… ¿y no lo han de ser? Todos los olvidados.

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