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La economía no es ajena a las crisis políticas

Manifestación en Barcelona tras el referéndum del 1 de octubre de 2017.
photo_camera Manifestación en Barcelona tras el referéndum del 1 de octubre de 2017.
España se ha enzarzado en una crisis constitucional que eclipsa otros problemas no menos graves, pero más reales, cada vez más lejos de encontrar una salida mediante el consenso. Toca serenarse.

En el cuento de que viene el lobo, su moraleja aconseja no habituarse a decir mentiras, porque el día que cuentes la verdad, nadie te creerá. En definitiva, nadie suele creer a un mentiroso, aunque alguna vez lo que diga sea cierto. Si en el cuento de la democracia española viniese el lobo, ¿qué pasaría? Y no solo con la propia democracia y los derechos de la gente, sino también con su economía.

Es verdad que la Bolsa, una especie de sismógrafo de la economía, bajó día tras día esta semana de turbulencias políticas, pero sería aventurado establecer una relación directa entre una cosa y otra. Sin embargo, no habría que descartar que episodios así dañen la imagen de marca-país de España. El 23-F tampoco derrumbó la Bolsa aquellos días de 1981, pero la imagen del país quedó muy tocada. Al socialista Felipe González le costó lo suyo mejorar la percepción de España en el mundo, aunque finalmente lo logró gracias a una gran estabilidad política.

Esta semana se ha hablado de golpe de Estado por parte de la izquierda gobernante y de la derecha que quiere reconquistar el poder. Es evidente que hay propensión de unos y de otros a agigantar la crisis constitucional en España, en medio de un debate jurídico –más bien jurisdiccional– cuyos detalles están al alcance de poca gente. Pero el ruido es tan fuerte que todo el mundo sabe a estas alturas que en España está pasando algo. Y algo desagradable, que amenaza su propia existencia.

Comparar la situación con la crisis –también constitucional en el fondo– de 2017 poco aporta en el sentido de que da igual si esta crisis de ahora es más o menos grave que la anterior, porque ambas son graves.

España tiene un serio problema de deuda, que financia fuera; sigue arrastrando un déficit público elevado; padece la inflación común al resto de la UE, y arrastra una tasa de paro superior a la de sus socios. De paso, aumenta la desigualdad y la pobreza sigue abriéndose paso.

Lejos de concentrar ahora todos los esfuerzos en las políticas de recuperación, aprovechando además que los fondos llegan de Europa, España se cuestiona su propia existencia como estado democrático. Una desorientación así difícilmente puede darle la razón a ninguna de las partes enfrentadas en un país que sufrió una guerra civil hace apenas 80 años.

Pero nada pasa por casualidad. Los países estables, con bienestar, no debaten sus propios límites. En Suiza no se habla prácticamente de nada de lo que se debate en España, cuya realidad política tiene más que ver con la de países en crisis.

Negar la existencia de un problema político en Cataluña no arreglará nada, ni siquiera al PP, si es que aprendió la lección de 2017. Querer arreglarlo todo en cinco minutos, tampoco. Incluso si se apela desde la izquierda a la metáfora del mítico cantautor chileno Víctor Jara cuando cantaba que la vida es eterna en cinco minutos y hablaba de una pareja de gente trabajadora donde se mezclaban el amor y la tragedia en un país donde Jara sería asesinado y llegaría una feroz dictadura, la de Pinochet. Por algo Ortega y Gasset inventó la conllevanza. No por mucho madrugar amanece más temprano.

Dicho lo cual: ¿tiene mucho o poco que ver el independentismo con la economía? No siempre lo parece ni siempre se dice, pero las motivaciones económicas están en su ADN, especialmente a raíz de la crisis de 2008. Si algo faltan son estadistas. 

@J_L_Gomez

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