Política

El otro actor del 20-N (del 75)

El rey Juan Carlos, delante del féretro de Franco en 1975.
photo_camera El rey Juan Carlos, delante del féretro de Franco en 1975.
El 22 de noviembre de 1975 el  rey Juan Carlos fue proclamado rey ante las Cortes, donde pronunció un discurso en el que anunció que sería rey de todos los españoles

El traslado del féretro de Franco desde el Valle de los Caídos hasta el cementerio de Mingorrubio ha inundado los medios de comunicación de imágenes de aquellos días en los que murió en La Paz el llamado Generalísimo. Y en todas esas imágenes, en primer o segundo plano, aparecía el príncipe Juan Carlos, rey Juan Carlos desde el día anterior al entierro de Franco. 

El 22 de noviembre de 1975 fue proclamado rey ante las Cortes, donde pronunció un discurso en el que anunció que sería rey de todos los españoles y anunció su proyecto de futuro que, los que supieron interpretar sus palabras, asumieron  que era una advertencia de que se iban a producir importantes cambios, como así fue. Nada más finalizar la ceremonia, recorrió en coche descubierto parte de la Gran Vía –sin excesivo entusiasmo del público que se encontraba en las aceras, que no eran multitudes- y se dirigió al Palacio Real donde continuaba la cola interminable de ciudadanos que querían rendir su último homenaje a Franco. Los reyes se cambiaron de ropa para vestir nuevamente de luto, como el día anterior. Al día siguiente el rey, con uniforme de capitán general –el Gobierno había aprobado el decreto de su nombramiento nada más morir Franco- y brazalete negro en la manga, presidió el responso que se celebró en la Plaza de Oriente y, después, el funeral en la basílica del Valle de los Caídos.

D. Juan Carlos, jefe de Estado en funciones desde que unas semanas antes se había iniciado la agonía de Franco, había tomado decisiones difíciles relacionadas con un conflicto de gravedad extrema en el Sahara, que le obligó a desplazarse a la zona en contra del criterio del Gobierno –que no cesó en poner trabas a sus iniciativas-, que no disimulaba su confianza hacia el príncipe. A esas preocupaciones añadía la de preparar su  juramento en las Cortes, que debería ser después del fallecimiento de Franco y antes de su entierro, que tendría presidir como rey.

Misa simbólica

Su inicio como jefe de Estado  tendría lugar por tanto en un ambiente en el que todo pivotaría en torno a la figura de Franco, por lo que D. Juan Carlos, con su grupo de asesores y colaboradores, pensó que a la jura ante las Cortes franquistas,   tendría que seguir un acto acorde con el hecho de conmemorar su proclamación como rey y que se iniciaba una época nueva para una España nueva. Una ceremonia a la que tradicionalmente asisten miembros de otras Casas Reales y jefes de Gobierno de diferentes países. Ese equipo de asesores y colaboradores se inventaron una llamada "Misa de Espíritu Santo",  a la que podrían asistir invitados de primera magnitud que en ningún caso acudirían a los funerales  por un dictador. 

A los preparativos de esa proclamación durante  los días previos a la muerte de Franco, se sumó en el último momento, con Franco fallecido, un nuevo inconveniente: se encontraba en Madrid Augusto Pinochet, que había asistido al entierro de Franco y a la jura del rey en el Palacio de las Cortes, y que no había demostrado la menor intención de regresar a Chile al saber que habría una Misa de Espíritu Santo en honor del rey. D. Juan Carlos tenía un doble problema: por un lado necesitaba presencia de importantes dignatarios extranjeros para demostrar ante unos españoles escépticos por un rey que consideraban franquista, que contaba con el respeto del mundo político internacional; por otro, era preciso "deshacerse" de Augusto Pinochet.

Se puso como objetivo tener a Valery Giscard D'Estaing en la misa, que se celebraría el día 27 para dar tiempo a las autoridades extranjeras a desplazarse hasta Madrid. El presidente francés era en aquel momento el dirigente más importante e influyente de Europa, pero el rey conocía su desafecto por España, su prepotencia y su soberbia. No sabía cómo acceder a él y le pidió a su amigo Manuel Prado Colón de Carvajal que se encargara de hacer las gestiones necesarias para que aceptara acudir a la ceremonia más importante de su inicio de reinado.

Prado no conocía al presidente francés pero a través de un amigo que a su vez era amigo de su jefe de gabinete consiguió una cita. Cuando se produjo el encuentro en el Elíseo, Giscard le miró de arriba abajo sin pronunciar palabra y abandonó la sala en la que se encontraba el enviado del rey. Dos días más tarde le llamaron del Elíseo para indicarle que sería recibido nuevamente. 

Le preguntó Giscard qué quería y le explicó Prado que el rey le tenía en la más alta consideración y quería que compartiera el acto con el que iniciaba formalmente su jefatura del Estado. Giscard hacía más caso a su perro –que hizo pis en los pantalones de Manuel Prado ante la mirada imperturbable del francés- que al mensajero español, que hacía esfuerzos por no perder la paciencia ni la educación. El presidente  pidió trato especial, que Prado le prometió, y sugirió Giscard que le concedieran el Toisón. Le respondió Prado que no era posible porque el depositario del Toisón en ese momento era D. Juan de Borbón, que no había renunciado a sus derechos dinásticos, y le propuso un desayuno en Zarzuela con el rey. Sería el único dignatario extranjero que tendría un encuentro privado con D. Juan Carlos. El presidente aceptó aunque Manuel Prado no había consultado esa posibilidad con el rey que, cuando se reunió con Prado nada más llegar del aeropuerto, se mostró entusiasmado con el desayuno con tal de contar con un personaje de tanto peso en Europa.

Fuera Pinochet

El problema de Pinochet era delicado. El dictador estaba decidido a acudir a la misa en honor del rey y no sabía D. Juan Carlos cómo decirle que se fuera. Finalmente encontró la fórmula: le invitó a un encuentro personal en Zarzuela "como despedida". Y Augusto Pinochet  entendió que le estaba mandando directamente a casa, a su país.

La Misa de Espíritu Santo se celebró y contó con una representación internacional jamás vista en España, tradicionalmente aisalada. Entre los que acudieron a la Iglesia de los Jerónimos se encontraban entre otras personalidades extranjeras  el duque de Edimburgo, el Rey Hussein de Jordania,  el príncipe heredero de Marruecos,  el presidente alemán Walter Shell, el Príncipe Alberto de Lieja, el vicepresidente de Estados Unidos David Rockefeller, el hermano del Shah de Persia, el primer ministro de Egipto, el hijo del presidente de Túnez  y el Príncipe Bertil de Suecia.

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