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Alejandra Pizarnik, un día fue la Maga

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photo_camera Alejandra Pizarnik.

Pizarnik contacto con Cortázar cuando terminaba Rayuela. Se volvieron confidentes, casi amantes, un amor que no tuvo límites ni tampoco goce.

A Alejandra Pizarnik (Avellaneda, 1936-Buenos Aires, 1972) el vacío y la muerte le atormentaba en cada esquina. Desde niña se miraba en el espejo como se miran las niñas. Allí encontraba su mirada triste y melancólica cargada de complejos. “Esta lúgubre manía de vivir/ esta recóndita humorada de vivir/ te arrastra Alejandra no lo niegues”. Su padre consciente del malestar de su hija se aferra también al poder sanador de la poesía oscura y simbolista de su vástaga; él le financia su primera obra, “La última inocencia” (1956), con todos los mimbres hilvanados ya de silencio y tormento. 

   La familia la protege del desánimo. Ella escribe y escribe, a la par que se encierra en su prisión de ecos, de comparanzas con otros abismos, Rimbaud, Mallarmé, “Te remuerden los días/ te culpan las noches/ te duele la vida tanto tanto/ desesperada, ¿adónde vas?/ desesperada ¡nada más!. El espejo se consume de tristeza, ella se vuelve mucho más agitada, entre 'Gitanes' perfumados al viento y anfetaminas que resquebrajan la consciencia y la calma. 
Por suerte la literatura crece, tanto que supera la propia angustia vital de esta mujer menuda, de corte de pelo a lo garçon y una suerte de nariz ancha que aplana su rostro dulce sin demasiados acentos femeninos. 

   Durante años se aferra a un estado de ánimo que fluctúa, pulsando la estación del vacío como si de una columna vertebral se tratara. La mente se estrecha pero no le impide la escritura, todo lo contrario. Antes de aventurarse hacia París (1960), publica “Las aventuras perdidas”. París no es una fiesta, es un refugio de cuatro años donde medra y resiste, traduce a Artaud y a Bonnefoy y se deja seducir por el surrealismo de Breton y Nadja. Contacta con Cortázar que está terminando Rayuela. Se vuelven confidentes, casi amantes, un amor que no tiene límites ni tampoco goce. Ella se dice La Maga, se mira en el espejo y se cree ella. Cortázar no lo niega, al menos a ella. En 1964 regresa a Buenos Aires, sin otra red que su locura y escribe: Julio, fui tan abajo. Pero no hay fondo... No lo había. Las misivas de Cortázar insisten en la vida, ella se refugia en sí misma y escribe sus mejores poemarios de lo oscuro. En el psiquiátrico de la muerte le piden que abandone la escritura, ella percibe la locura. Desesperada, 50 pastillas de Seconal la liberan para siempre. Tenía 36 años, 

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