Su vida fue fascinante y truculenta pero su misteriosa desaparición deja la historia inconclusa

Blanco Romasanta, el alobado de Regueiro

  Boceto que ilustra el rostro de Romasanta y su cráneo.
Manuel Blanco Romasanta es el hombre lobo por excelencia y el personaje más alucinante y de la Galicia interior y montuna del XIX. Confesó haber cometido 13 asesinatos convertido en lobo, y se le acusó de sacarle las mantecas a sus víctimas y venderlas en Portugal. Paradójicamente fue salvado del garrote vil en el último momento. Nadie sabe cómo ni cuándo murió.
Vicente Martínez Risco y Agüero (Ourense 1884-Ourense, 1963), ourensano universal, abogado, escritor, periodista, político e incluso funcionario de Hacienda, en su discurso de ingreso en la Real Academia da Lingua Galega -publicado por Editorial Moret de A Coruña en 1971- traza la mejor aproximación hasta aquel momento a la figura del lobishome gallego por excelencia y patrón de asesinos en serie decimonónicos, cuya figura inspiró la tradición del ‘hombre del saco’, del ‘sacamantecas’ o el ‘sacauntos’, un fantasma oscuro y estremecedor que sirvió en tiempos pasados para meterle el miedo a los niños y que en realidad responde al referente real de Manuel Blanco Romasanta, un buhonero nacido en el lugar de Regueiro, provincia de Ourense el 18 de noviembre de 1810, y cuyo propio testimonio (él mismo lo expresó durante el proceso judicial seguido como imputado por múltiples asesinatos en el Juzgado de Allariz), le atribuye la capacidad de volverse lobo en noches de luna y cometer, revestido de esa forma sobrenatural, los crímenes más horripilantes.

Risco, galleguista católico y conservador, hondamente identificado con su tierra y su gente, se sintió sumamente atraído por la personalidad de un criminal cuyos delitos aterraron a la Galicia interior de la segunda mitad del siglo XIX, -su mujer, María del Carmen, era de Allariz precisamente- y acometió una noble y difícil tarea consistente en seguirle las huellas a aquel atormentado individuo por los lugares en los que pudo vivir y cometer sus terribles desafueros, escribiendo unas notas biográficas sumamente interesantes y explícitas que le sirvieron para elaborar su famoso discurso de ingreso en la Academia.

Manuel Blanco Romasanta, ‘o home do unto’ como fue conocido posteriormente es, en sí mismo, un constante misterio, y su vida está plagada de recovecos y rincones atroces y oscuros hasta el punto de que nadie sabe con exactitud cómo se le llevó la muerte tras el indulto con el que le obsequió la reina Isabel II y que le salvó en el último momento del garrote vil. De Romasanta se ha sabido bastante -especialmente tras algunos intentos próximos de aclarar las circunstancias de su existencia- pero hay mucho de su vida, de su actitud y de su comportamiento que se desconoce por completo, un interrogante cuya resolución procura abrirse paso a la luz de la psiquiatría actual analizando bajo ese prisma de conocimiento los intrincados caminos de su desequilibrio mental, la dolencia que le impulsó a llevar a cabo actos tan espeluznantes y despiadados y que desde tiempos inmemoriales los tratadistas de lo sobrenatural bautizaron con respeto y reverencia como ‘licantropía’.

Risco da buena cuenta de ellos en su histórico texto, pero la posibilidad de advertir retazos incompletos en la reconstrucción de esa truculenta trayectoria no pasó desapercibida para aquellos a los que la extraña existencia del hombre lobo de Allaríz ha constituido una asignatura antropológica e histórica necesitada de recibir un aprobado definitivo. Y estos investigadores recientes han comenzado la andadura del camino por el principio, tratando de asegurar la procedencia del protagonista de este triste y sombrío cuento de terror que incluso se ha llevado al cine en dos tratamientos muy distintos: uno muy cercano con Elsa Pataky como gancho erótico de una versión muy mediocre, y un primer intento mucho más digno que dirigió Pedro Olea en 1970 con López Vázquez como protagonista bajo el título de ‘El bosque del lobo’. Probablemente para evitar posibles contratiempos legales, el guión cambia el nombre histórico del protagonista y le llama Benito Freire.

Se sabe positivamente que Manuel Blanco Romasanta nació el 18 de noviembre de 1810 en el lugar de Regueiro que pertenece a la parroquia de Santa Eulalia en el municipio de Esgos. Las investigaciones más recientes apuntan la ausencia poco común de rastros que demuestren la presencia de aquel extraordinario personaje en los territorios que le vieron nacer y en los que habitó cuando niño.

La partida de nacimiento firmada por el abad de Santa Eulalia tardó en ser encontrada porque el recién nacido fue inscrito como mujer pues así lo creyeron sus padres, Miguel y María, ambos vecinos del mismo lugar, y así lo hizo constar el cura que bautizó al recién nacido, el abad de Santa Eulalia, de tal suerte que el documento esta redactado con el nombre de Manuela Blanco y Romasanta. Paradójicamente también, y siguiendo el mismo camino equívoco de la partida de bautismo, se consigna que en 26 de abril de 1825, la niña Manuela Romasanta recibió la confirmación al mismo tiempo que sus hermanos José y Antonio de manos del mismo sacerdotes que le llevó a la pila bautismal. Manuela era Manuel y como Manuel está ya registrado en el día en que contrajo matrimonio, el 3 de marzo de 1831, con Francisca Gómez Vázquez, una moza del cercano Soutelo, en la misma feligresía. Tenía el alobado para entonces veintiún años y a los veintitrés casi cabales ya era viudo. Francisca falleció sin darle hijos el 23 de marzo de 1834 y sus restos fueron depo sitados en el atrio de la iglesia parroquial, ceremonia precedida por un funeral que fue oficiado por cinco sacerdotes. En el legajo se acredita que se pagó una apañada cantidad para que se cantaran veinticinco misas por el alma de la difunta a contar desde el día siguiente al de su entierro.

Olvido intencionado


Dicen los que le han seguido sus huellas que hoy en Regueiro nadie se acuerda del alobado ni desean saber mucho de él. El apellido Romasanta es relativamente frecuente en la zona y los hay llamados así en Esgos, en Castro de Laza y en no pocos municipios adyacentes, pero Regueiro poco o nada tiene que decir al respecto ni hay paradójicamente personas en este lugar que lleven su apellido. Manuel se quedó viudo tan pronto que no hubo mucho tiempo para la convivencia y, por tanto, no dejó descendencia directa. Tras la muerte de su mujer, todo parece indicar que rompió con su vida pasada. Abandonó su oficio que era el de sastre y dejó atrás su pueblo y sus gentes.

Romasanta quebró por tanto con su existencia anterior y se tiró al camino. Y tras un primer largo periodo de trashumancia, que empleó en recorrer la ruta de Ourense a Ponferrada con incursiones documentadas en Santander y León, llegó a Rebordechao donde residió un corto periodo para seguir ruta hacia un caserío más lejano en las estribaciones de la sierra de San Mamede, llamado A Ermida. Fue a dar allí con treinta y cuatro años, nueve años después de la muerte de su mujer, huyendo con toda seguridad de un primer enfrentamiento con la Justicia y en su nueva calidad de ‘Tendero’, es decir, buhonero con la tienda a cuestas, con la que a partir de 1835 comenzó a recorrer los intrincados caminos de la montaña ourensana, y con la que llegó, instalada sobre una caballería, más allá incluso de los riscos de su región natal, fuera de las fronteras de Galicia, a pie hasta la provincia de León, y haciendo caminos tan intrincados y difíciles que probablemente sólo un lobo podría acompañarle en su peregrinaje. Manuel aprendió a vivir en el monte, a caminar sin fatiga, a conocer sus rincones y a aceptar la soledad. Aprendió a moverse sobre aquel terreno con la misma habilidad de las alimañas. Era, según los testimonios que nos han ido llegando, un hombre apañado y capaz de valerse bien en la tarea doméstica. Cuando cayó por Rebordechao y su comarca, sorprendió mucho porque lavaba, calcetaba y cardaba lana. Por tanto, sus convecinos convinieron en que era algo ‘mujeril’ en sus actitudes. Pío, manso y bueno para la convivencia, se llevó bien con la gente e hizo buenas migas con el párroco. Corría 1844 y un juzgado de León decretaba entonces su búsqueda y captura. Unos años después, aquel aldeano corto de estatura, tímido y de modales afeminados confesaba haber dado muerte y devorado en figura de lobo al menos a 13 personas. Difícil de creer pero cierto.

Manuel Blanco Romasanta pasó un par de años agazapado en A Ermida, cardando lana, trabajando en cocinas y llamado a misa como un buen cristiano al que no había ni novena ni acto litúrgico que se le pasara, tal era la religiosidad del inopinado visitante. Púsose a servir Manuel en la casa de un hacendado local por nombre Andrés Blanco, y luego se empleó con otro, un tal Fernández -al que pudieran llamar Cabelán como apodo pues de ambos modos figura- aunque ya haciendo vida aparte. Presumiblemente, cuando entendió que había pasado el peligro y la Justicia se había olvidado de él, el hombre del unto volvió al camino. Estivó bien su tienda a lomos de la caballería, y tiró montaña arriba para fundirse con la oscuridad, el silencio y los demonios de la noche.

Nueve años más tarde, en 1852, y sabiéndose identificado por la Justicia y con el cerco apretándole desesperadamente, Manuel consiguió del alcalde de Nogueira de Montederramo una cédula para salir de Galicia a nombre de un ficticio vecino del lugar llamado Antonio Gómez. Su peregrinar le llevó más allá del Bierzo, hasta tierras de la Castilla profunda y mesetaria donde se ganó la vida como tachuelero, peón o temporero de siega. La Justicia terminó identificándole en Nombela, un pueblo de la provincia de Toledo al que llegó huyendo de los edictos emitidos contra él desde León, Ponferrada y Valladolid y que le perseguían por rapto y asesinato múltiple. En los territorios colindantes entre Galicia y León se sospechaba que aquel sujeto huraño, siniestro y afeminado era autor de la muerte de media docena de personas a las que había sacado el sebo para venderlo en Chaves y otras boticas en territorio portugués.

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