Dicharacheros, orgullosos y cultos

Posiblemente nadie puede hacer mejor la guía de una ciudad que uno de sus vecinos que la conozca, la ame, sea culto y lo suficientemente sensato como para no desmadrarse en elogios. Esas cualidades las tiene el delicioso libro de poco más de cien páginas “Dos días en Orense”, que en 1927 publicaba don Álvaro de las Casas. Es mediodía, brilla el sol y las campanas celebran la llegada de don Álvaro a Ourense, que a esa hora desciende del tren en una estación -en la que se despachaban diariamente más de 1.700 pesetas en billetes de viajeros- abarrotada de gente. Los primeros orensanos que se acercan al viajero son los mozos de estación: el Grilo, el Cudeiro y el Mazarocas, que pelean por colocarle el equipaje en el coche propiedad del hotel que en esa época pueden ser el Miño, el Barcelona o el Roma, don Álvaro no lo aclara. Camino del centro de la ciudad, poblada por 20.000 habitantes, capital de provincia de tercera clase, diócesis y residencia de un batallón del Ejército, don Álvaro describe el paisaje que se va encontrando: los cipreses de Velle, la carretera de Maceda con sus villas y chalés, la de Celanova y el Montealegre cubierto de pinos y madroños. El barrio del Puente lo describe alegre, rico, optimista, trabajador y ejemplo de tesón y honradez. Cruza el Puente Viejo y pasa por delante del colegio de los Salesianos, levantado sobre la antigua fábrica de curtidos del ricachón don Francisco Pérez Bobo y domicilio de doña Carlota. La calle del Progreso -“soberbia, envidia de muchos”- la recorre don Álvaro situando casa por casa a sus antiguos moradores. En el número 50 se fundo el periódico El Miño, y en la casa de los Espada se celebrarán las últimas tertulias señoriales. Primer paseo Después de una suculenta comida gallega, don Álvaro da su primer paseo, empezando en el Progreso hasta la Plaza Mayor, la de la Verdura (hoy de la Magdalena) y la de los Coiros. Va mezclando datos eruditos con recuerdos de su niñez y el recuerdo de viejos conocidos, y se emociona en la plazuela del Corregidor, a la que considera uno de los rincones más poéticos de la Universidad. No entiende muy bien don Álvaro el afán de la Corporación que puso nombre a las calles de Hernán Cortés, Colón y Lepanto, “vaciando la historia de España sobre nuestra urbe”, dice. Acaba su primer paseo con una cena a base de empanada de anguilas, sardinas con cachelos, insuperable lacón con grelos, deliciosas frutas de Mariñamansa y buen queso de Monterroso. Reconfortado con este menú y con una copa de aguardiente del país en la mano, don Álvaro repasa la lista de hombres ilustres –ninguna mujer- que nacieron en esta provincia, con especial interés por Curros Enríquez. Para hacer la digestión y aprovechando la noche de luna, el viajero sale a dar un paseo por la Barrera, la calle Cervantes, la “agitada” rúa del Villar y la plazuela de la Trinidad. Es el Ourense golfo en el que “un trasnochador tararea, una moza alocada ríe, un músico toca la flauta y se oye el silbido de un tren nocturno”. La Alameda no le merece ningún interés… En la Plaza Mayor o de la Constitución, además de informar sobre la documentación guardada en el Archivo Municipal, nos cuenta quién vivió en cada casa: en el número 3 estuvo el Casino de Caballeros, célebre por sus bailes en toda Galicia; en el 6, el Círculo Conservador; el 8 era propiedad del Cabildo, y en el número 20, la botica de Seara. “Hermosa y apacible plaza provinciana, tristona y señorial de ordinario alegre y bulliciosa en las tardes domingueras, siempre inmutable y acogedora, con mimos de regazo y calor de nido”. La primera mañana Después de tan ajetreado día, don Álvaro confiesa que le costó madrugar al día siguiente, pero lo hizo para ver amanecer desde el alto del Polvorín en el que aún se conservaba la garita desde la que se vigilaba la pólvora allí almacenada. Después de ver el desfile mañanero de las mozas de A Valenzá, Barbadás y Piñor cargadas con sus frutos para vender en la ciudad, don Álvaro decide dedicar la mañana a la Catedral recordando las leyendas que rodean al Cristo, quien, según él, “impone espanto si se le ve de cerca”. La visita al templo es minuciosa y detallada hasta que el bataleo de las campanas, el olor a menestra de guisantes y lomo adobado y un monaguillo haciendo sonar un manojo de llaves, le avisan de que es mediodía, hora de cerrar. Tras apurar unas copas de licor café y a pesar de la lluvia, inicia don Álvaro su segunda tarde en la ciudad por las calle de la Paz (hasta 1840, rúa dos Zapateiros), plaza del Hierro y Santo Domingo, donde se conservan las casas de los Moscoso, Ulloa, Altamirano, Souto, Limia, Temes y, sobre todo, la casa de los Reinoso, edificada sobre los cimientos del primer teatro de la ciudad, cuya última propietaria fue durante el XIX la figura más destacada de la vida social. A su muerte la heredaron las Monjas de la Caridad. La plaza de las Mercedes le parece “tristona y silenciosa”, por lo que decide sentarse en el banco corrido del Puente Nuevo, desde el que se divisan los robledales de las Lagunas y los picos de Beiro. Allí llega a la conclusión de que esta ciudad está muy por encima de las ciudades de su tercera categoría administrativa. Acaba la tarde tomándose unos (siempre habla de copas en plural) “coktaills” (lo escribe así) en el club donde los socios juegan al mah-jon, al bridge, un elegante dormita y un desarrapado vocea en la calle los diarios de Madrid. Después de cenar y de unas copas de tostado del Ribeiro y a pesar de la lluvia, don Álvaro no desperdicia su última noche. Vuelve a la plaza del Hierro, donde el eco de las pisadas tiene sonoridades de caverna sobre estas grandes losas graníticas que parecen piedras de sepulcro puestas al revés. Sigue por Lepanto, la calle del Pájaro, San Miguel (antes llamada de Rapagatos y llena de carbonerías), la de San Fernando (en la que solían vivir los canónigos), la de Arcedianos (con sus tabernas típicas y donde se redactaba O Tío Marcos da Portela, en el número 13). Sigue lloviendo y a don Álvaro le huele a buen vino y mal tabaco. Un viejo ciego toca un vals al acordeón en medio de una cuchipanda y un rapaz lanza un aturuxo… La segunda mañana En vista de que no queda mucho más por descubrir, el autor decide aprovechar la segunda mañana de su viaje para contar la historia de Orense desde sus orígenes. Cuando acaba, y a pesar de la niebla, se acerca hasta las Burgas, sigue hasta el Posío, donde se estremece ante las ruinas del instituto incendiado ese mismo año, entra en la iglesia de la Trinidad, regresa por la calle Colón. Ya es hora de comer. Su última comida en Ourense: toma taza de caldo gallego, truchas de Montederramo, empanada de Lamprea del Avia, rosquillas de Allariz, Melindres de Ribadavia y… al tren. Alegres y dicharacheros Antes de irse de Ourense, don Álvaro describe a sus lectores como ve él a los ourensanos: “Optimistas, como si esta fuera la tierra de los brillantes; alegres, como si en sus venas corriese el mejor jerez de Andalucía; dicharacheros, como los sevillanos de mejor cepa; bromistas de la mejor escuela, ingeniosos y cultos con gracia y cultura, de buena ley, y obsequiosos y hospitalarios sin límites”. Próxima publicación, "Guía de Orense", de 1942.