CALLEJEANDO

Huertos urbanos: cosecha entre edificios

photo_camera De padres a hijos, los huertos urbanos garantizan la transmisión de las costumbres.

Llega la primavera y con ella llega el tiempo de preparar la siembra, incluso en la ciudad. Cada vez es una estampa más habitual: labrar tu pro- pio oasis ante el empuje del cemento, del ruido de los coches y el ajetreo cotidiano 

Una ciudad es un organismo con vida propia; es a la vez un lugar en el que conviven secretos, contradicciones y paradojas, un espacio donde todo puede ser posible. La ciudad de Ourense en particular, se encuentra a medio camino entre el hormigón y la tierra labrada, entre la línea de supermercado y la hilera cultivada, entre lo moderno y lo tradicional. En muchos espacios que el urbanismo desaforado –en una batalla sin cuartel– no ha logrado colonizar, el verde muestra su resiliencia. Además, el ayuntamiento ha emprendido acciones como los huertos municipales, una experiencia encaminada a proveer de espacios apropiados para la práctica del cultivo, a aquellos vecinos que no tienen la suerte de contar con un pedazo de tierra en medio de la ciudad. Si en verdad hay algunos brotes verdes, será los que nosotros mismos cultivemos.

40 metros de felicidad

Es una cuestión de proporciones: antes ya hubo quien sometió a debate de la opinión publica si cuarenta metros eran suficientes para vivir dignamente. Si se trata de vida vegetal, está claro que sí: los cuarenta metros de media que cada parcela de los huertos urbanos municipales posee, dan para albergar en sí muchísima vida, y de la mejor calidad.

Esta saludable costumbre, de 'poñer os tacos', de toda la vida, renace vigorosa con la primavera en medio de la ciudad, bien sea en Mariñamansa o en el Parque Botánico de Montealegre, sendas opciones municipales para ello.

Cuando la tarde avanza, y el precoz calor primaveral va cediendo el paso, Montealegre comienza a sentir el murmullo de estos labradores citadinos que, sacho y mangera en mano, dan forma a los surcos donde depositan la semilla que, paciente, cumplirá el guión. Tomates aquí, zanahorias allá, cada cual va imaginando y diseñando su idea de la felicidad a ras de tierra.

A bordo de su pequeña moto, Sabrina Selas sube cada día desde Barrocás a cuidar de su finca. Prepara sus semilleros en casa, y luego distribuye toda la siembra para aprovechar del todo el agua del riego. Luce muy convencida acerca de la adicción que genera: "Lo que te gusta es el sabor de los productos que a uno le lleva su trabajo; tiene su mérito, e incluso sabe hasta mejor".

Marco Rocha invierte buena parte de su tarde en atender con mimo su pequeña finca municipal en Mariñamansa. Los beneficios para él son múltiples: "Es bueno, haces ejercicio, tanto físico como mental; conoces gente, divulgas tus conocimientos, otro viene y divulga los de él, y compartimos de unos a otros, y eso es maravilloso porque creces". Define así una suerte de solidaridad que se va labrando entre surcos y parcelas; que incluso evoluciona más allá: "Hemos entrado en un entorno donde no nos conocemos solamente aquí, después nos reunimos, tomamos algo. Socialmente es muy bueno."

Generaciones entre huertos

Más allá de la oferta municipal, la ciudad ve emerger entre los diptongos que el cemento ha logrado asentar, pequeños hiatos de verdor y escape; en muchos casos desaprovechados, pero en otros, un auténtico oasis social que permite no solo llevar un producto sano y ecológico a la mesa, sino que constituye un inmejorable fuente de distracción y de oportunidad de compartir entre los miembros de una misma familia.

Arturo Rodríguez ve corretear con gusto a sus nietos Lía y Nicolás, un pequeño 'sachador', entre lechugas, acelgas y tomates. Eladio, padre de Lía, defiende la opción por su importante valor: "Una manera totalmente diferente de pasar el ocio de los niños: al aire libre y observando de dónde salen los frutos". Está claro, la cosecha no cesa nunca en este vergel.

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