El lobishome de Regueiro: La muerte que espera en el bosque ( y IV parte)

López Vázquez interpretó al lobishome a la perfección.
Manuela García Blanco, natural de Laza y con dos matrimonios torcidos en su haber y una hija llamada Petra, su hermana Benita y su hijo Francisco, Antonia Rúa, madre probablemente soltera de dos hijos del mismo Rebordechao y su hija Petra, Josefa García Blanco y su hijo José, y por último la primera de las hijas de Antonia, María García Rúa, fueron las nueve víctimas que el fiscal le atribuyó en el proceso aunque, para sorpresa de la instrucción, él mismo se confesó autor de otras tres muertes más, sin contar la del alguacil de León que también reconoció y que a los instructores se les había traspapelado.
El buhonero -al que algunos investigadores convierten en padre de una de las hijas de Antonia- terminó convenciendo a todas de que le siguieran en su trashumancia. Aseguró que él les encontraría trabajo prestando servicio en casas de postín al otro lado de las montañas, en León o en Ponferrada, y las mujeres, hartas de su vida en la aldea, deseosas de mejor acomodo en casa de amos ricos, subyugadas o incluso enamoradas de aquel curioso hombre pequeñín y profundo, y con muchas ganas de conocer mundo, se avinieron a acompañarle y se fueron con sus propios hijos, vendiendo lo que tenían y contentas de iniciar una nueva vida. A todos ellos -cinco mujeres adultas, dos jovencitas, un bebé y un adolescente- su guía dio presumiblemente muerte por el camino, robando todas sus pertenencias y enterrando sus restos en el bosque. Manuela García Blanco tenía, cuando desapareció, 43 años y su hija Petra, entre 14 y 15 años. Fue la joven la primera a la que el acusado dio muerte. Conviviendo con Manuela y aprovechando una ausencia, salió con la niña para hacer su ruta y volvió solo. Luego le aseguró a su madre que la muchacha estaba como una reina, que le había encontrado acomodo en Santander sirviendo en casa de un cura y que estaba en encontrarle apaño a ella también. Partieron por la misma caminata y Manuela tampoco llegó a su destino. Las indagatorias practicadas tras la detención dan cuenta de los lugares donde Manuel, ya supuestamente transmutado en lobo y en compañía de sus pretendidos secuaces don Genaro y Antonio, asesinaron a todas la parentela, un paraje llamado A Redondela en la sierra de San Mamede, próximo a Montederramo y otras localizaciones en la misma sierra, como el bosque de As Gorvias. Cada vez que tornaba al pueblo, Romasanta lo hacía provisto de cartas aparentemente redactadas por las mujeres, narrando las maravillas de su nueva vida e invitando a seguir su ruta a aquellas que se habían quedado en el pueblo. Las misivas eran falsas, y el criminal atribuyó su redacción a la pluma y la inventiva de don Genaro, el viajante valenciano que también se alobaba y del que nadie dio nunca razón alguna. En 1847, Romasanta se llevó con las mismas artes y bajo idénticos pretextos a Benita García Blanco, hermana de Manuela y natural de Cas tro de Laza de 35 años, acompañada de un hijo habido de soltera de nombre Francisco que entonces tenía 10 años y que también corrió idéntica suerte. La hermana de Benita, que también estaba en la expedición, se arrepintió por el camino y volvió a Laza. Así salvó la vida.

En 1850, Manuel se llevó a una amiga de las anteriores, Antonia Rúa, madre de dos niñas, María y Peregrina, la menor de las cuáles pudo ser incluso del propio Romasanta, que convivió con ella y a la que convenció para que le hiciera partícipe de su herencia, de tal modo que, cuando Antonia y su hija Peregrina partieron en compañía de Manuel para servir en Ourense, el alobado disfrutaba de un capital de 600 reales fruto de esa rapiña. En 1851 se llevó a la tercera de las mujeres García Blanco, Josefa, que contaba 49 años a la que precedió en el viaje a ninguna parte su hijo José que tenía entonces 21. Con la desaparición de la primera de las hijas de Antonia llamada María, que había quedado en tutela con unos parientes y a la que se llevó hacía su ruta de la muerte en 1851, se cierra el macabro círculo en el que Romasanta sólo falló una vez. Fue acompañando a un joven fornido y muy seguro de sí mismo llamado Manuel Fernández al que todos apodaban ‘Surtú’, pariente político de las mujeres anteriores y receloso de la catadura de su guía. Manuel hizo el camino hasta Ourense siempre detrás del buhonero, le advirtió de que era fuerte y no se rajaba, y le dio a entender que protegería los 200 reales que llevaba en el morral con su propia vida. Nada le ocurrió al muchacho y en aquella ocasión; justo antes de la última muerte, a Romasanta no le dio por aparecerse lobo.

Mientras, las sospechas crecían, a pesar de que aquellas cartas firmadas por las que habían partido antes seguían cantando las excelencias de una vida regalada. La espeluznante realidad es que aquellas personas habían sido destripadas por el camino, y cuando la Justicia inició el procedimiento, Romasanta dio cumplida cuenta de los lugares en que, como lobo, cometiera sus sanguinarias tropelías. Allí afloraron restos humanos que ratificaban los hechos. No contento con ello, el acusado se arrogó la paternidad de tres asesinatos más que el juzgado de Allariz no pudo documentar. En 1852 y viéndose en peligro, Romasanta convenció al alcalde de Montederramo para que le facilitara un salvoconducto y partió hacia Castilla. Fue identificado y detenido ese verano.

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