Obituario | Mi tío era un gato

Obituario | Mi tío era un gato.
photo_camera Obituario | Mi tío era un gato.
Daniel Montero, sobrino de Miguel Ángel González Suárez, le dedica unas palabras de cariño

Escribir sobre vivencias personales, y en este caso tan familiares, me resulta complicado en extremo. Pero intentaré explicar quién fue Miguel Ángel González Suárez, conocido en el mundo del fútbol como el ‘Gato’, desde la perspectiva de un niño. Y no la de su nieto Mauro, que ya mete goles con su equipo en Madrid; sino la mía, la de su sobrino de Ourense.

Miguel Ángel fue el ourensano que alcanzó un mayor nivel y repercusión en el mundo del deporte, por su larga carrera profesional como portero del Real Madrid y de la selección española hasta el año 1986. 

Para algunos, este puesto en el fútbol es el más ingrato y menos apreciado por el público. Porque su misión es destruir e impedir la esencia de este deporte, el gol. Tradicionalmente se les atribuyó a los delanteros el talento y el don exclusivo para la creatividad, para elevar el juego a la excelencia. 

Un escultor universal como Eduardo Chillida –portero de la Real Sociedad hasta que las lesiones truncaron su carrera- disentía: “Escultores y porteros hacemos lo mismo, Arte. La gente se ríe, pero en la portería yo aprendí cosas nuevas sobre el espacio y el tiempo. Es la única zona tridimensional del campo, donde suceden las cosas más interesantes”.

De obra de arte se puede calificar su célebre parada en el España-Austria del Mundial de Argentina 78. Realmente, parece un gato atrapando al vuelo una pelota, más bien misil, lanzado por Willy Kreuz. Es mi acción favorita y creo que la perfecta descripción de su estilo. Por esas acciones felinas, se le conocía en el fútbol como ‘Gato’. Así le llamaban sus compañeros de equipo y también los periodistas.

Miguel Ángel perteneció a una generación de futbolistas, hijos de su tiempo. Niños criados en la posguerra y la austeridad de los años 50, para quienes el trabajo duro, la disciplina, el respeto y la capacidad de sufrimiento o adaptación –ahora conocida como resiliencia- eran los únicos caminos hacia un futuro mejor. No necesariamente el del éxito. Una forma valiente de afrontar la vida, apostando por valores hoy casi denostados. Esa actitud la mantuvo para afrontar una terrible enfermedad y una muerte demasiado prematura.

Pertenecer a un club como el Real Madrid suponía, además de un buen contrato, un orgullo y mucho prestigio. También una enorme responsabilidad, que exigía un comportamiento impecable, en ocasiones estricto, para no dañar su imagen. El club, el Real Madrid. La selección, España, estaban por encima de egos o intereses. De caprichos o indolencias. Por el club se renunciaba también a muchas cosas. Eran otros tiempos y formas que a Cristiano Ronaldo, Benzema o Vinicius les costaría entender.

Cuando yo era un niño, mi tío era el portero titular del Real Madrid de la famosa quinta del Buitre. Lo veía en los contados partidos que emitían por la televisión durante la temporada. En verano, solíamos pasar gran parte del verano -junto a mi tía Pili y mi primo Miguel- en Madrid o en la playa. La vida era sencilla, porque en aquel tiempo un futbolista estaba bien considerado, pero no era más que un médico, un abogado o un catedrático. La gente se acercaba a saludar, por lo general con educación, y hacíamos cola en el restaurante como el resto del mundo. Nadie le regalaba la comida ni él lo permitiría. Era muy cuidadoso y exigente con las palabras, los modales y el saber estar. Su tono de voz, porte y su característico bigote imponían en el primer contacto. A mí y a cualquier niño. En la intimidad, y pasados los años, cada vez me parecía más dulce. 

Los deportistas eran antes mucho más accesibles que hoy, a pesar de no tener redes sociales ni mostrar su mansión y sus coches de alta gama a todo el mundo. El vestuario del Real Madrid estaba abierto, porque a nadie se le ocurría entonces entrar a fisgar y a hacer fotos o robar los calzoncillos sudados de su ídolo. Yo nunca entré por mi entonces patológica timidez, a pesar de que mi tío me invitó más de una vez. Hoy es imposible esa naturalidad.

Los equipos solían ser una familia en gran parte, porque los jugadores aspiraban a retirarse en su club y los extranjeros se esforzaban por adaptarse conviviendo muchas temporadas juntos, entre partidos, hoteles, entrenamientos y viajes. Esa camaradería se respiró en el velatorio de mi tío, donde por unas horas varias generaciones de madridistas de los 70, 80 y 90 volvieron a juntarse, abrazarse y recordar otros tiempos. Muchos de ellos le visitaron y acompañaron durante el doloroso proceso de verse sobre una silla de ruedas. Una tortura mental para quien antes volaba sobre el césped.

También para manifestar su respeto por la figura de quien, de la nada, llegó al máximo en su deporte con enorme sacrificio, superando muchos y grandes obstáculos con una voluntad inquebrantable. Su familia estamos enormemente agradecidos por el trato y delicadeza que ha mostrado en sus últimos años el Real Madrid, personificado en Emilio Butragueño y Florentino Pérez, permanentemente presentes durante estos durísimos días. Ese es el club ‘señor’ que tanto amó y por momentos añoró mi tío. Enemigos deportivos como el Atlético de Madrid o el FC Barcelona también tuvieron el precioso detalle de enviarle sendas coronas de flores.

Siempre recordaré su discurso en el Premio ‘Ourensanía’ donde se proclamó, con enorme fuerza, “ourensano, gallego y español”. Tres condiciones indisolublemente unidas, a reivindicar hoy más que nunca en un barco que navega sin timonel. “A ourensano no me gana nadie, como mucho me empatan”, dijo.

Se fue, de forma plácida, en su casa y acompañado por sus seres queridos. Un privilegio que no todo el mundo disfruta cuando llega la hora. Al parecer, se había montado un partido de fútbol en otra dimensión y un equipo necesitaba portero. Aquí en la tierra le llamamos el ‘Gato’. Hasta siempre, tío Miguel.

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