Tribuna

El ourensano del caso Galileo

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No puede restringirse el recuerdo histórico del dominico ourensano a ser uno de los fiscales de Galileo

Kuhn lo tenía claro. Cuando un nuevo modelo científico rivaliza con otro, no es habitual que se imponga sin que la comunidad científica ofrezca cierta resistencia. Y, a principios del siglo XVII, el dominico, Tomás de Lemos, formaba parte de un grupo de teólogos y de hombres de ciencia, que después de discutir las tesis copernicanas, que había recuperado Galileo, se mantenía fiel al modelo geocéntrico. Ahora bien, no por eso, hay que reducir sus méritos, sin más, a la opinión errónea que emitió, junto a los otros diez consultores de la Congregación del Santo Oficio, con respecto al nuevo paradigma que defendía Galileo. Efectivamente, cuando el 23 de febrero de 1616, se dilucida si las tesis “galileistas”-Sol est centrum mundi…; Terra non est centrum mundi ...- eran verdaderas, lo único que hace, al igual que los demás teólogos es aconsejar, imprudentemente, a los cardenales de la Congregación de la Inquisición, que lo que defendía el astrónomo era falso ya que era contrario a lo que decían las escrituras. En este sentido, Lutero y Calvino, incluso, se habían mostrado más intransigentes, medio siglo antes, porque era contrario al texto de Josué -“Sol detente en Gabaón”-. Ahora, se seguía ralentizando el progreso, pero, en ningún momento, se condenaba a los defensores como herejes. Es cierto que se decretó que el libro de Copérnico De Revolutionibus orbium calestium se incluyese en la Sagrada Congregación del índice, no obstante, no, por eso, se prohibió avanzar hacia el nuevo modelo científico, que, definitivamente, ponía las bases de la ciencia moderna. Es, más, Galileo no fue citado, por primera vez, ante el tribunal, hasta 1633. Y, en ese instante, ya hacía casi un lustro que Tomás de Lemos había pasado a la otra vida en el convento Minerva de Roma. No puede restringirse, pues, el recuerdo histórico del dominico ourensano, a ser uno de los fiscales de Galileo. Aun así, por descontado, que había sido, una voz más de aquel voto colectivo, en un proceso que no fue tal. No podemos obviar que, en 1607, Paulo V, le había nombrado consultor general, más, por ser un ilustre teólogo, que por ser un científico.

Tomás de Lemos nace, a mediados del siglo XVI, en Ribadavia, en el seno de una familia noble. Es bautizado en Santa María Magdalena, y, en seguida, la tragedia hace aparición en su vida. Todavía era un niño cuando pierde a su padre, Diego de Lemos, y, un adolescente, cuando muere su madre, Beatriz García. Por consiguiente, el peso de la familia recae en el primogénito, Santiago, que, de repente, se ve al cargo de cuatro hermanos. Y, tras estudiar humanidades, ingresa en la Universidad de Salamanca, en donde consigue el título de abogado, “in utroque jure”. Es decir, obtiene el doble grado académico en derecho civil y canónico. Luego, retorna a tierras del Avia, y, ya entrado en edad –algunos historiadores datan el hecho en 1587- viste el hábito de la Orden de los Predicadores. Pronto, los superiores del convento de Santo Domingo de Ribadavia, le aconsejan completar su instrucción académica en el Colegio de San Gregorio de Valladolid. Allí adquiere el grado de maestro. Además, completa las distintas órdenes hasta llegar al presbiterado. Posteriormente, recala primero como profesor en San Vicente Ferrer en Plasencia, y, más tarde, en el convento de San Pablo de Palencia. En aquellas comunidades no sólo profundiza en la filosofía tomista, sino que, además, muestra excelentes habilidades para la oratoria y para la retórica. Sus hermanos de hábito ven en él a la persona más preparada para ir al Capítulo General que la Orden celebraba en marzo de 1600, en Nápoles. Defiende, como nadie, la tesis sobre la gracia. Por eso, todos, dentro de la Orden de los dominicos, creen que era el candidato idóneo para acompañar a Diego Álvarez a Roma, cuando Clemente VIII convoca la Congregación de Auxiliis.

La Compañía de Jesús combatía, sin tregua, a los heresiarcas del protestantismo. No sin generar polémica. Incluso, el Sumo Pontífice se ve obligado a reducir el debate a dos posturas críticas. Por un lado, estaban los molinistas que pensaban que Dios quería salvar a los hombres porque la gracia era universal, aun así, sólo se salvarían si el hombre se ayuda. No cabía la predestinación. Ni la traición de Judas, ni la conversión de San Pablo se le podían otorgar a Dios. Por otro lado, estaba el dominico Tomás de Lemos, que creía que la gracia era necesaria para evitar el pecado. Así pues, la voluntad nunca podía resistirse a la gracia, aunque conservase el poder de oponerse a ella. Tenía la potencia de discutir, mas, el acto, siempre, de consentir.

Las treinta y seis disputas que protagonizó Tomás de Lemos, no le permitieron al papa Clemente VIII publicar un dictamen. Tampoco a su sucesor, Paulo V, quien obligó a los contendientes a que, ni se censurasen de herejes, ni considerasen herejías sus posturas. Por lo tanto, si bien la controversia quedaba en “tablas”, no obstante, los firmes juicios de Tomás de Lemos, a pesar de no publicar nada en vida, se editan en Lieja casi 50 años más tarde de su muerte, bajo el título, Panoplia Gratiae, y, 75 años después, en Lovaina sale a la luz “Acta omnia Congregationum…”. Ya, en el siglo XIX, en su villa natal, en las fiestas de la patrona, la Virgen del Portal, en 1883, el alcalde republicano, Cesáreo Rivera, coloca una placa conmemorativa en la fachada que podría haber sido la casa solariega del ilustre religioso para que su memoria permanezca viva en el gran libro de la historia.

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