Los recortes de las monjas

Este par de flashes que os relato, en cierto modo entrañables, no quieren ser más que pequeños pasajes en el transcurrir diario de nuestra ciudad en aquellos tiempos. Algunos los habréis vivido; a otros ni os suenan, pero seguro a todos os harán sonreír.
 


Las obleas de las monjitas. Aquellas religiosas eran Adoratrices, y tenían su convento en la calle del Progreso 123. Allí llevaban desde principios de siglo. Primero era una especie de casa chalet, y luego un edificio mayor construido en el mismo sitio. El caso es que entre otras faenas propias de su espiritual conventualidad, de reinserción y ayuda a la mujer desvalida -que creo continúan desarrollando, aunque no en el mismo lugar-, además de ser muy buenas zurcidoras según decían, tenían la misión de fabricar las obleas con troquel, para surtir a las iglesias de la diócesis y ser consagradas para repartirlas en la Comunión de las misas.

Entonces los chavales (1952) reuníamos dos pesetas, y la pandilla constituida al efecto para aquel cometido, decidía ir al convento de las monjitas a comprar restos del Pan Sagrado. El problema estaba en el que le tocaba pedirlo, que no se atrevía a decir: “Deme dos pesetas de recortes de hostias”, es decir lo que sobraba de recortar las Formas, y que ellas también vendían para aprovecharlo todo y sacarse unas monedas. El vocablo “oblea”, de aquella no era habitual, no estaba demasiado definido a nivel de calle, sobre todo por los chavales que tenían apuro en pronunciar el nombre del Divino alimento. Todos queríamos comerlas (que además hay que decir que no sabían a nada), pero pedirlas en el convento era un dilema que teníamos que solucionar antes de entrar, jugándonos el “difícil compromiso” al que perdiera al “chinchimoni”, y por tanto le tocaba “dar la cara”, que era a la vez el que tendría que ir delante en la comitiva de la comisión del pedido.

La monja, al escuchar los golpes en el llamador, abría la mirilla, que era de aquellas de láminas de sector superpuestas, como una mano de grande; sin abrir la puerta, preguntaba desde dentro qué queríamos. Dependiendo del tono en que lo hiciera ya nos imaginábamos qué monja era y si estaba cabreada o no; a veces era tanto el apuro de decirle lo que queríamos, que sin responderle dábamos la vuelta y salíamos corriendo.



En sisas, o mangas de camisa, ¡no! ¿Sabíais que no estaba permitido a las señoras andar en sisas por la calle; y a los caballeros tampoco callejear en mangas de camisa? Pues sí, esto aun ocurría en los años 50. Claro que la prohibición ya venia de muchos años antes, para garantizar la “honestidad y decoro” de los ourensanos, aun en momentos en que el estío invitaba a aligerar la vestimenta.

Aquello sin embargo comenzaba a no sostenerse. Y ya durante esa década, sin que precisamente empezase aún la gente a desmelenarse (pues eso tardó todavía algún tiempo), se comenzó a no ver tan anormal que el sol incidiese más en la piel del cuerpo humano, sin tener los ourensanos que ruborizarse por ello.

Pero cuando todavía estaba en vigor la ordenanza, los municipales, que eran los encargados de mantener el orden moral, se tomaban muy en serio el cumplimiento del casto comportamiento ciudadano, amenazando a quien lo incumplía con imponer una sanción de 5 pesetas por caminar por la vía pública indecorosamente vestido.

Recuerdo que un verano de aquella década, un día con un calor de justicia, que salíamos Manolo Bolaños y yo de la oficina en Capitán Eloy, íbamos calle abajo, cuando ya casi en la confluencia con Progreso se detuvo un coche que subía dirección Paseo, y el conductor se bajó para preguntar algo a un municipal que andaba por allí. Hasta aquí todo normal. Lo malo era que el forastero iba con veraniega camiseta blanca de asas como única prenda superior, y así se bajo del “aiga” para hablar con el “agente de la autoridad”.

El guardia, al verle de aquella guisa se fue hacia él, casi como un energúmeno, y se lo comía con la bronca que le echó por ir tan indecorosamente vestido. Como consecuencia no le dio opción a preguntarle nada; el hombre entró despavorido en su auto otra vez y se fue gesticulando a todo lo que el coche daba, calle arriba dirección avenida de Buenos Aires. Literalmente real.



Hay que situarse en el rígido contexto cultural y urbano de tal época, para interpretar hoy con el sentido de ayer aquel tránsito de los ourensanos en su tiempo.

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