REPORTAJE

A ver, ¿y tú cómo te llamas?

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photo_camera Los nombres están sujetos a condicionantes, entre ellos la moda.

La evolución histórica de los nombres empleados en una comunidad aporta una información valiosa sobre la distribución territorial, influencia de la religión, movimientos migratorios y afectación de las modas. 

De Domitila llamaba la atención su pelo, pelirrojo y rizado cual peluca de payaso. Tenía piel blanca, pecas salteadas y carácter hosco, imagino que para espantar moscones, que no eran pocos. La joven era de Toro y pasaba el verano con su familia. La chica no era guapa, sí llamativa, pero su nombre, Domitila, de inolvidable recuerdo.

Toda estadística refleja constantes, parámetros que se repiten que son los que marcan la tendencia. Detrás de la del INE, la que retrata por décadas los veinte nombre más frecuentes, desde los años 30, que nadie espere sorpresas; sí una interesante radiografía de la provincia. En Ourense no hay Domitilas, ni Clorindas, ni Ticinios, por ejemplo, y si los hubiera sería un nombre foráneo, de una persona mayor -entre 50 y 60 años-, nacida en algún pueblo de Castilla, que son las siempre curiosidades más buscadas; en Ourense, todo es muy normal. “Las rarezas onomásticas son foráneas, de poblaciones concentradas, donde la gente empleaba un nombre exclusivo sacado del santoral para ser identificado con rapidez”, dice Miguel Ángel González, canónigo archivero de la Catedral. Dado el grado de diseminación de la población rural en Ourense poco importaba que una persona se llamara José o Antonio, puesto que a este se le añadiría un topónimo que indicaría procedencia.

¿José, qué José?

“José dos Chaos, Pepe o do Cruceiro”. Por ello no era ningún inconveniente que en la década de los 40, 3.416 ourensanos se llamaran José, o Manuel, 3.374. Muchos de ellos portaban un sobrenombre de procedencia, cuando no un exclusivo mote que les representaba a él y a la familia. En la década de los 60, 1.951 personas se llamaban Manuel; 1.401, José (cuyo origen se remonta al S. XIII), así como 1.386 José Manuel. Los 60 fueron momentos de particular bum de los nombres compuestos: María Carmen (1.712), María José (758), María Pilar (661), por citar los más frecuentes entre las mujeres, personas que hoy rondan los 50 años. También los 70 marcaron una tendencia parecida, racha que se rompe en los 80 donde la onomástica guiada por otras modas apuntan a que los más usados sean David (777), Rubén (571) o Pablo (570) entre los hombres, y Cristina (433), María (429) y Patricia (427), entre las mujeres. Desde los 90 ya no figura ningún José entre los más frecuentes, ni María Carmen, ni María José, ni Ana Belén, que figuraban entre los más recurrentes de los años 70. A partir del año 2000, Pablo (359), Alejandro (307), Adrián (300), y Lucía (450), María (341) o Paula (302) son los que triunfan, eso sí con una dimensión mucho menor y con un abanico onomástico cada vez más abierto, en el que empiezan a aparecer nombres ya en gallego (Brais, Iago, Anxo, Uxía, Antía) y otros foráneos muy populares como Iker o Ainhoa. Entre esa cada vez más amplia diversificación figuran muchos nombres novedosos -Kevin, Shakira- de origen de población inmigrante, y otros muchos marcados por las figuras medíaticas del momento -deportistas, actores- que se quedan en lo anecdótico y que no dejan de aportar su nota de color.

Ni siquiera en los tiempos en los que el almanaque del santoral servía en muchos lugares para derimir cómo se llamaría un nuevo infante, entre nosotros ese fue un argumento demasiado recurrente. En muchas localidades el referente sería el santo de la zona, Rosendo en el área de Celanova, Cibrán en la de Carballiño, o Martín, en la de Ourense. Históricamente, lo cuenta Miguel Ángel González, quien tenía libertad de elección del nombre era el padrino, también era muy común decantarse por el del abuelo. Consultando libros de bautismo del siglo XIX y principios del XX, vemos como esa teoría se cumple en la mayoría de los casos.

No hace falta más que revisar algunas esquelas de personas recientemente fallecidas para comprobar que nombres antes frecuentes como Placeres, Otilia, Purificación, son ecos del pasado, y corroboran en parte la posibilidad de adivinar la edad con la declamación del nombre. Al igual que ocurrirá en el futuro con muchos de los que hoy -Antía, Aroa, Brais- vemos triunfar, salvo que se impongan durante un período más largo de tiempo.

Y es que en la asignación de un nombre al margen de las modas hay también normas, aunque no demasiadas restricciones. Un nombre no debe perjudicar objetivamente a la persona, ni la concordancia de nombres y apellidos pueden dar lugar a una combinatoria “deshonrosa, humillante y denigrante“, pero eso ya son cosas de sentido común. No se admiten aquellos que hagan confusa la identificación, un apellido convertido en nombre, aquellos que induzcan a error en cuanto al sexo, tampoco la concatenación de más de un nombre compuesto, ni más de dos simples, algo muy común entre la nobleza y burguesía ourensana hasta hace nada.

Lo cuenta Eligio Rivas en un libro imprescindible sobre onomástica, “Onomástica persoal do noroeste hispano”: los períodos de cambios políticos pueden dar nombres cuando menos curiosos, “Liberdade, República, Progreso, Igualdade o Fraternidade”. Cuenta también que en Portugal, con el cambio de Monarquía a República, se dieron nombres como Bomba, Outobrina o Robespierre. Pero nada como un Usmail, por Us Mail el del correo en EEUU, con el que una pareja que quería asignar a su vástago, así se lo contaron a Miguel Ángel en una visita a Trento; lo acababan de ver rotulado en un coche. Y es que el almanaque, después de la irrupción de los medios audiovisuales y los fenómenos migratorios ha cambiado mucho. La ley permite a los 18 años cambiarse de nombre si el que llevas no te satisface, Domitila, imagino seguirá llamándose igual.

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