Cartas al director

Consejo

Aquel viejo, que muy bien podía ser mi abuelo, me comentaba, así como así, por no seguir callados, viendo pasar el tiempo, cuando le inquirí por una joven viuda que regentaba una taberna y mesón a pocos metros de su casa. No solo me dio noticias económico-sociales sino añadiéndoles otros comentarios y consejos que le había dado a su nueva pareja, cuando triste y acongojado le vino a pedir parecer de su amor y devoción por la tal viudita; a las mujeres, le aconsejó -haciéndole devoto y puntual caso-, hay que decirles la verdad, cara a cara, mirándole fijamente a los ojos y no adornes con palabras de más. Háblale, claro con todo el conocimiento que tu corazón y tu cabeza te dictan. Sé claro y conciso al mismo tiempo. Y espera su respuesta.

Luego de tomar otro café y sus correspondientes chupitos, luego de hablar de esto y lo otro, luego de comentar el tiempo que padecíamos cuando oíamos el estruendo de la lluvia contra los cristales de aquella amplia cocina y ventanal, luego de ver -¡y ya van!...- otro álbum distinto de sus viajes exóticos, luego de leerme su último poema que estaba a punto o a tris, como suele decir, de finalizar; luego ya de más de dos horas en aquella calentita cocina, por fin me pude levantar y marcharme llevándome únicamente como resumen de todo aquel tiempo pasado y bebido, solo aquel consejo que le había dado a aquel mozo enamorado como lo más importante e interesante de tal reunión.

Durante algunos días, quizás más de los necesarios, aquello quedó rondando muy impreso por mi cabeza y memoria, palpitando una y otra vez con inusitada terquedad e intermitencia por mucho que estuviese ocupado en este o aquel menester.

Ya han pasado muchos años de aquella tarde que aún recordaba. Pero lo que no recordaba era que había llevado conmigo a un sobrino mozo de unos quince años que se había mantenido aparte viendo un partido de fútbol en la tele, al lado.

Hace unos días he asistido a su boda religiosa, en la más estricta intimidad familiar, y tomando el preceptivo vermú -mi ribeiro del bueno, ¡faltaría! - del ágape gastronómico, entre bromas ironías, chungas y chanzas propicias y apropiadas al evento, me dijo arropado con toda seriedad, recordándomelo, que había seguido al pie de la letra el consejo de aquel viejo amigo durante el galanteo y noviazgo -flechazo incluido- con su novia y ahora esposa. Y dándonos un abrazo, me reiteró las gracias.

Lo triste es, que lo poco que he podido ayudar y educar a mi este sobrino, y ojalá fuera gracias a aquella persona tan anciana y tan entrañaba amigo que fuera feliz.