Cartas al director

Guardia Civil amiga

Al aparecer la movida en mi pueblo con la inauguración de dos salas de fiesta, durante un breve tiempo se retrocedió algo hacia las viejas costumbres del parroquianismo; es decir, se volvió al enfrentamiento entre jóvenes de distintas aldeas con algún que otro herido de consideración. Algunas llegaron a tener un propio cuerpo de seguridad o “seguratas” que aún entorpecieron más los resultados por su chulería y abuso de autoridad. Hablo en tiempos de las pesetas de aquellos tiempos ya tan lejanos. 

Gracias a esta movida, resultó que en una parroquia cercana al casco urbano, cinco jóvenes, de un total de once de una zona próxima de Santiago, recalara en ella creando familia en la que hoy son felizmente ya abuelos y bisabuelos. Ello fue posible gracias a que un paisano estaba emigrado en Venezuela, según sigue afirmando tenaz y totalmente convencido al día de hoy. 

Con quince años esperábamos en la puerta a los últimos bailes que los porteros nos dejasen entrar si antes no nos colábamos. Los accidentes de coches estaban a la orden del día, igual que los controles de alcoholemia. ¡Cuántos se perdieron por las pistas del monte y de concentración para evitarlos! Luego vinieron los autobuses de la movida que iban de pueblo en pueblo, pero peor, las vomitonas, los altercados iban a más. ¡Cuántos conductores fueron apaleados o a cuántos echaron del autobús a diez kilómetros de casa! 

Se llama progreso al ir aprendiendo poco a poco. Y a base de golpes aprendimos, vaya que sí. Hoy, pensándolo, me río. Aquella noche, ya al final, hubo tumulto y llegó la Guardia Civil. A la peña nos cogió entera y nos hizo ponernos en el centro de la pista con otros jóvenes aún sangrando de una brutal pelea. Algunos lograron escabullirse. Al final el guardia civil me dijo que qué prefería, si ir para mi casa o al cuartelillo. Yo le dije todo convencido que para el trullo, para el trullo, pues conocía de sobra a mi padre. 

Me metió en el coche, como detenido, la primera y única vez en mi vida y me llevaron a mi casa. Salió mi padre y el guardia le dijo lo que había hecho, entre otras cosas, robar y estar en un sitio que no debía. Mi padre, todo convencido, le dijo que me llevaran al cuartel, que era lo que merecía a ver si así aprendía. Pero entonces el guardia le dijo que tendría que llevar a mi madre -su mujer- conmigo, pues tendría que explicarle a la esposa suya porque también tendría que sacar de la cama y llevar a sus dos hijos que estaban conmigo, ya que la justicia y la ley eran iguales para todos. 

 Eran tiempos -benditos tiempos aquellos en que todos se conocían- en que mi padre, peluquero de profesión, barbero le decían, de los dos que había en el pueblo, cortaba el pelo totalmente gratis, no podía ser de otra manera, a todos los beneméritos del cuartel con los que también les unía cierta amistad y camaradería de jugar a los prohibidos de cuando en vez.