Cartas al director

El dulce sabor de la amargura

Como en cualquier desgracia, de todo lo malo siempre quedan cosas que a la vuelta tienen su aprovechamiento aunque sea indeseado.

En cada faceta de la vida y en cualquier campo nos cargamos de ilusiones que se van alimentando para acumular en lo que la fantasía de cada uno y que nuestra mente ha podido crear. Sobran acometidas de la vida para que uno tenga que prescindir de muchos de esos deseos e ilusiones para toparse de frente con los muros o barreras impuestas por las circunstancias que conforman nuestro yo.

O es que con la edad nos volvemos más sensibles, o porque las experiencias vividas sumadas a la consciencia de que nuestra meta se acerca cada día más, nos hace desear con mayor ansia el saborear de la vida que nos ha tocado vivir. Esas prisas por no pasar páginas en balde nos permiten ver desde otro nivel que muchas veces generaciones venideras no pueden hacerlo visible, ni es bueno que las contemplen, pero que con ciertas edades sí se entienden perfectamente.

Y como de sabores va la cosa, uno de esos sabores como es el que arrastra el desamor, con ese sabor ambiguo entre doloroso y a la vez que nos envuelve con la dosis de disfrute que da el sentirse solo, o por lo menos la falta de la compañía que uno quisiera, y sobre todo con la forma e intensidad por uno deseada, si detrás hay un deseo de un mundo fantástico e idílico creado en la mente cuando esta se lanza a planear en espacios de suma fantasía.

Los cauces por los que la circunstancial vida nos conduce, conllevan la posibilidad de que a cada individuo le surjan momentos que superen lo que se podría entender como la normalidad y en un leve salto pase a ser víctima del disfrute anormal que proporciona la soledad, esa soledad abrigadora de los valores que el individuo se auto atribuye para superar el bajón que da la percepción de la falta de verse valorado, aun siendo el momento de darse uno a sí mismo quizás el verdadero mérito de distinguir la diferencia que los seres pululantes alrededor de uno no son capaces de ofrecer.

Quá manantial más innecesario rebosa sinsabores, tanto mires al frente como en cualquier otra dirección; qué abundancia de quina; qué mampara translucida pero imponente con puntuales vistas infranqueables se forjan entre el sujeto y su imaginario e idílico mundo por el sujeto creado, que se opone al buen convivir entre los sujetos firmantes de un pacto de extrema colaboración mutua.

Y hay que decirlo como en todo conflicto siempre hay uno o más causantes, seguro que la culpa no es equitativa, de serlo rompería toda lógica, ya sería casualidad, pero si en el caso más rutinario la lógica dice que el que más lo sufre suele ser la víctima, lo explica el deseo de verse en una situación diametralmente opuesta a la puntualmente padecida.

Falta algo o alguien que ponga en valor delante de los causantes la claridad meridiana para hacerles salir de la fatal situación. Mientras tanto el cerebro proporciona ese extraño y etéreo alimento con el que el estado de ánimo subsiste y resiste a una situación indeseable.