Cartas al director

El cielo debería ser esmeralda

La vida es un aprendizaje continuo, y una de las cosas que he aprendido en los últimos tiempos es a amar el amanecer cuando se revela alejado de las huellas del hombre.

 El nacimiento del día dando luces a las sombras equivale a renacer. A sentir la armonía de lo imparable. Sobre todo, cuando la luz converge en aquello que es digno de ser admirado por su sencilla existencia.

 La naturaleza esta ahí amaneciendo en flor cada primavera, dejando ver instantes de su mayor esplendor, durante los cuales los caminos y campos se cubren con explosiones de color que pintan a la tierra de una fresca tonalidad viva.

 No existe fotógrafo o pintor, no hay decorador ni siquiera un dios capaz de poner toda su sabiduría, para crear una obra tan precisa y preciosa. Una obra que insiste en rellenar cada mínimo hueco que el ser humano abandona.

 De no existir nosotros, el mundo sería una selva, y si la teoría romántica del cielo azul como espejo del mar fuese verdadera; entonces quizás el cielo reverdecería en un delirio esmeralda.

Sin embargo, igual que la verdadera verdad, esta es menos sentimental, pues el color del cielo depende de la longitud de onda y la belleza de la naturaleza depende de los ojos adiestrados de aquellos que se paran a ver las sutilezas entre las altas hiervas.

 No nos engañemos, amantes somos de lo que amamos, sean flores o juegos dentro de pantallas en nuestras manos.

Cada uno tiene sus razones. Las mías me llevan a soñar con horizontes donde todos los caminos tienen el cobijo de los árboles.

Quiero andar en mi insignificante eternidad por los senderos del mundo.

Quiero ser parte errante de la naturaleza turgente.

Quiero encontrar las razones para convencer a otras gentes, de qué sin la naturaleza de nuestra parte, condenados estamos a la muerte.