Cartas al director

La búsqueda legal de una muerte digna

 “La muerte es un castigo para algunos, para otros un regalo, y para muchos un favor”.

 (Séneca)

Cuántas veces habremos dicho en un velatorio de un amigo, de un pariente, la muerte le ha hecho un favor llevándoselo. La muerte es la cura para todas las enfermedades, pero es mucho más ansiada cuando el mal es irreversible, provocando una larga agonía, un sufrimiento insoportable, convirtiendo una vida humana, en numerosas ocasiones, en un ser vegetal que se marchita. En muchas ocasiones sometemos al enfermo, sin que concurra su conciencia, a la distanasia. Es decir, aprobamos el empleo de medios proporcionales o no, para prolongar artificialmente su vida. Una vida artificial no es vida en el sentido de naturalidad  que a ella le damos. Retrasamos su final, a sabiendas de que no hay esperanza alguna de curarle. Decía Petrarca que “un bello morir honra toda una vida”. Y no hay mayor belleza que la voluntad humana decida el momento de morir, cuando es aún consciente de que su sufrimiento, como el de las personas a quienes ama, no es más que la antesala  de la muerte. No pedimos nacer, pero aceptamos esa vida que nos ha sido otorgada por un acto de nuestros progenitores. Es, por tanto, la llegada a la vida  un acto ajeno al libre albedrío del nacido. Sin embargo, la muerte puede adelantarse por deseo expreso, cuando, aún amando a la vida, ésta se convierte en un infierno atroz. Afirmaba John Milton que el dolor es el peor de los males.

He vivido la triste experiencia de la muerte de mis dos hermanos menores. Aquejados de enfermedades terminales. Uno de cáncer, y la otra de ELA. Sus últimos días fueron de continuo sufrimiento para ellos, y para todos aquellos que les rodeábamos. Para uno de ellos, el diagnóstico de cáncer fue tardío,  y sedado llegó a la muerte. A mi hermana se le diagnosticó ELA, un mal que no tiene cura. Verla como la enfermedad la iba devorando, ha sido uno de los momentos más desalentadores de mi vida. Tuvo conocimiento de que su vida se terminaba, viendo como su imagen se deterioraba, y  antes de perder el habla otorgó testamento vital. No tuvo necesidad de ayuda para morir, porque un colapso multiorgánico acabó con su vida. Para ella y todos nosotros, su muerte fue un regalo. Era dueña de su cuerpo, de su vida, de su muerte, y  llegado el caso, expresada claramente su voluntad de morir,  habría que respetarla.

Es hora de regular la eutanasia, mientras tanto, despenalizar el suicidio asistido, castigado en  apartado 4 del artículo 143 del Código Penal, aunque en menor grado que en los apartados 2 y 3, dado que la asistencia es por petición expresa del enfermo deteriorado. Lo que ya me parece un  despropósito es que se pretenda juzgar a Ángel Hernández por asistir al suicidio de su mujer María José Carrasco por deseo expreso, manifiesto y patente de ella, por un delito de violencia de género. Fue un acto de amor mutuo, no de machismo. Tiene la palabra el Tribunal Supremo.