Opinión

La chica de Aznavour

Ilustración Alba Noguerol

Hermano lector, ojalá seas cercano a mi generación y hayas tenido la suerte de abrazar a aquellas chicas levemente fatales en las “boîtes” oscuras y románticas mientras sonaba la cálida voz de Aznavour.

Cierto, si no lo has escuchado, rescata tu viejo tocadiscos de la buhardilla, siéntate en tu butaca favorita, luz muy baja, y escucha esa delicada balada “She”. Ay, “La Bohème”, las noches parisinas mojadas en absenta. Qué sacudida eléctrica de melancolía. Trenet, Piaff, Bécaud, Brassens. Qué generación. Pero hermano, te doy otra alternativa: imprescindible el bourbon y la pantalla grande. Visiona “No dispares al pianista”. Y me apuesto contigo, hermano, que un halo subirá vértebra arriba al ver a Charles una, dos y tres veces en “El tambor de hojalata”.

Pero te cuento, en mis tiempos en París lo vi dos veces en Le Globe, allá en la “place d’Italie”. Allí, dos días a la semana se reunían en tertulia nostálgica los últimos exiliados y republicanos españoles. Ay, eran los 70 y todavía esperaban la caída del general ferrolano. Charles Aznavour y Moustaki eran simpatizantes de la república y admiraban a García Lorca. Moustaki era muy cercano, Aznavour más distante. A veces se dejaban caer por el café.

Charles hablaba mucho, allá al fondo, en una mesa, fumando Gitanes sin parar. A su lado Antonio el Barrenero, al que admiraba. Antonio había estado en la trinchera al lado de André Malraux. Le gustaba recordar el 12 de marzo de 1937, en Guadalajara: “Si vieras el barro lleno de cadáveres. Mis descargas de dinamita fueron muy certeras, era vergonzoso ver huir despavoridos a los italianos”. Aznavour le escuchaba con atención y le pedía siempre que le mostrase la fotografía sepia en que Antonio y Malraux estaban abrazados en el frente.

Al fin, Aznavour sabía lo que era ser un exiliado y perder también una guerra fraterna. Sus padres huyeron de la Armenia en llamas hacia París. Le vi caer lágrimas en Le Globe al contarle a Antonio la huida de sus padres y el genocidio de dos millones de armenios por el gobierno de los Jóvenes Turcos.

Ay, la leyenda debe ser cierta, la cuentan sus biógrafos. Entonces la música francesa no había sucumbido al inglés. Charles era canijo y poco agraciado. No había llegado a los veinte años cuando se enamoró perdidamente de Édith Piaf. La perseguía por todas las calles de París y los clubs en donde ella bebía hasta perder la razón. Por fin logró ser su chico de recados. Nunca fue generosa con él, le espetaba: “Ven aquí, genio gilipollas”. Él le enseñaba una y otra vez sus canciones para que ella las cantara. Por fin, un día lluvioso y de resaca aceptó una composición suya. Ya ves, a veces va el demonio y se pone de tu parte. Llegó la gloria. Nadie cantó como él tantas semanas seguidas en el mítico Olympia de París. Cómo no vas a conmoverte: “Qué triste está Venecia cuando ya no se ama”.

(He dudado si contártelo, pero allá va. Eran los 90, Moustaki vino a Ourense y cantó en un inolvidable festival de cantautores. Seguí su rastro como un perro. En mi cabeza sonaba “La soledad no se aparta de mi lado, fiel como una sombra”. Di con él en el hotel, le hablé de Le Globe y sospecho que me mintió cuando me dijo: “Je me souviens de toi vagement”.

No te miento lector. Hasta hay un testigo, conmigo iba otro colega de profesión, muy entrañable. ¿Por dónde andas, Ángel Santiso? Qué noche pasamos. ¿Recuerdas?, Georges bebía sin interrupción. En la mesa una mujer muy hermosa. Insisto, a veces sucede, va el diablo y se pone de tu parte. Moustaki dijo: “Elle s’appelle Mireille. Me acompaña y me hace los coros”. Después se rio, hizo un guiño y como en secreto dijo: “Je lui ai enlevé à Charles Aznavour. Desde entonces sé que me odia. Cuidadla, yo me voy a dormir”.

Su padre era chileno y ella hablaba muy bien español. Los tres recorrimos los garitos de la ciudad. Le preguntamos, y ella nos contó cosas de Aznavour. Imagínate, éramos dos españolitos disputándonos la presa. Si él contaba un chiste, yo le respondía con un poema para conmoverla. Ella reía y reía. Llegamos a la puerta del hotel, momento decisivo. Pero eso no, hermano lector, no te revelo cuál de los dos subió con ella en el ascensor.)

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