Opinión

Vuelve Miño

Miño sobrevuela la ciudad. Al daimon le atraen, quizá más que ninguna otra cosa, los sonidos que a cielo abierto dan forma a la vida humana. Esto es, las voces y sus palabras que al modo de las frecuencias de radio sobre un dial se yuxtaponen en un único zumbido. Un zumbido elástico, prolongado y cambiante como el propio río. Y Miño, que es un espíritu protector, también es un cotilla. Así que se zambulle en esta corriente de sonidos para pescar palabras antes de que se desvanezcan. Algunas son emanaciones psíquicas del lenguaje, simples interjecciones, que preceden al pensamiento. Otras, gemas de indescriptible color que adornan un zodíaco rodante de deseos incompletos.

-¡Buena pesca, Miño!

El daimon, cubierto por su invisibilidad, se ha encaramado en lo alto de la estatua que preside la entrada del parque. Y afina el oído. Abajo hay un grupo heterogéneo de jóvenes sentados en los bancos de madera más apartados. Ojos jóvenes, labios jóvenes, manos también jóvenes. La sinestesia le indica a Miño que sus jóvenes palabras son de color amarillo cinabrio. Palabras que reptan como pequeños animales buscando los intersticios y los pasajes secretos de la danza del amor y el sexo. Palabras que despiden el aroma de una seducción casi culpable y que tienen trazas perfumadas de tilo, miel y cacahuete. Miño sonríe y bendice mentalmente estas palabras. Después, muy satisfecho, levanta nuevamente el vuelo y se aleja.

Ahora, en la Alameda, muy cerca de la salida del edificio de Correos, una mujer elegante se ha parado en la escalera abrazando un paquete contra su pecho. Está dudando acerca de qué dirección tomar. Si debe o no volver al coche. Miño observa de soslayo el nombre del remitente escrito sobre el papel de estraza -Aurora Fryckman- y, por medio de un hábito largamente adquirido, distingue en esas dos palabras la naturaleza semioculta de las flores acuáticas. Palabras que han prevalecido al escamoteo de la memoria porque en su día el amor las había individualizado y, ahora, regresan para acompañar a la mujer en su deambular por la ciudad. Miño las observa alejarse por la avenida y decide crear para ellas un estanque ovalado. Allí podrán crecer lábiles, frescas y sensibles otra vez. Como se puede ver, el daimon es un ser terriblemente romántico y todo un caso.

A continuación, no muy lejos de allí, Miño se topa con un hombre cubierto de palabras gastadas. Palabras que son auténticos harapos. Está intentando entrar o quizá salir (no se explica) de un párking. Es un indigente del lenguaje. Uno de esos individuos, piensa Miño, que “nunca se hubiera atrevido” o que “no dejan que nada resalte sobre el fondo” o también de los que “responden solo ante una señal de ataque”. Es decir, una lata. Sin embargo el daimon decide, haciendo delicadamente una sutil pinza con los dedos, levantar las telas que lo cubren. Por si debajo hubiera un ala. O un cuerno. O quizá una cola. Pero no. Los harapos tan sólo cubren una nada grosera y silenciosa.

-La ecúneme también ha de estar transitada por estos hombres y mujeres de trapo -se dice Miño-. Como vagabundos errantes han abandonado la casa del lenguaje y llevan consigo una breve impedimenta. Ni siquiera yo podría galvanizar su espíritu. Un daimon no está para esto. No es divertido.

Así que decide dejarlo a su suerte.

Pero siempre queda algo por hacer. Al cruzar la calle, Miño se topa con una niña pequeña en su carrito. Una niña rodante y algo despistada que está aprendiendo a hablar con su mamá. De modo que el daimon cambia de escala y se vuelve transparente (y un poco anaranjado) para, uniendo su paso al de ellas, acompañarlas feliz, encantado. A ver qué pasa.

Porque como ustedes saben, la curiosidad de un daimon es casi infinita.

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