Opinión

Brasil, un país atravesado por el odio


Los periodistas brasileños acuden con frecuencia al lenguaje trágico del griego Esquilo para definir la confrontación electoral que enfrentaba al presidente Jair Bolsonaro, icono de la extrema derecha, con Luiz Inácio da Silva, símbolo de la izquierda, expresidente entre 2003- 2011 y exsindicalista. Los periodistas y politólogos brasileños acudían con frecuencia a la hipérbole para definir el enfrentamiento, ya que se trata de las dos figuras políticas más relevantes de Brasil y sustantivamente opuestas. En la prensa brasileña era frecuente leer titulares como estos: “Por fin ha llegado el gran choque de titanes”, “Un duelo en la cumbre” que retrataban un país radicalizado y polarizado como nunca.

La víspera de la jornada electoral, la mayoría de las encuestas daban a Lula como vencedor en la primera vuelta, sin necesidad de pasar por la segunda, señalada para dentro de un mes. La publicada por el instituto de Datafolha, la más fiable de todos los sondeos que se hacen en el país, no dejaba lugar a dudas: Lula ganaría en la primera vuelta. En la última semana, Bolsonaro hizo varios movimientos a la desesperada que favorecían a las clases más modestas, como aumentar las ayudas sociales, cheques para aliviar los precios de la energía, bajada de impuestos… En total dedicó ocho millones de euros, lo que los observadores calificaron como compra de votos a un nivel nunca visto. En su enfebrecida campaña, Bolsonaro obligó al gigante petrolero Petrobras a bajar las tarifas. El precio de la gasolina bajó a 4’97 reales (0’94 euros), el precio más bajo de los últimos dos años.

Bolsonaro, en las dos últimas semanas de campaña, se entregó a la mística para seducir a los evangélicos. Con ese fin acudió a su actual mujer Michele, una modelo 30 años más joven que él y fervorosa devota de la iglesia pentecostal, para que hiciera campaña por su causa. En realidad, le entusiasma hacerla. En la segunda vuelta, Michele tendrá un papel estelar entre las numerosas comunidades evangélicas. De dejar dudas sobre su aceptación de los resultados, Bolsonaro cambió de discurso y ahora dice: “Si es voluntad de Dios, yo continuaré. De lo contrario pasaré las cargas presidenciales a mi sucesor. Acepto el retiro. A mi edad ya no tengo nada que hacer sobre la tierra, una vez de este paso la política para mí ha terminado”. También ha dejado un mensaje sobre su desastrosa actuación en la lucha contra la pandemia de covid que causó más de medio millón de muertos en el país. “Al negarla, yo perdí la cabeza. Lo lamento” dice ahora. Irreconocible Bolsonaro.

A pesar del blanqueo de su extravagante personalidad en los días finales, la campaña se desarrolló con una gran dosis de violencia y pulsaciones de odio. El pasado mes de julio fue asesinado un militante de izquierdas de 50 años, alcanzado por la bala de un partidario del presidente en Foz de Iguaçu. A principios de septiembre, un trabajador lulista de Mato Grosso murió después de recibir varias cuchilladas y machetazos de parte de un militante de la extrema derecha. Unos días más tarde, en la ciudad de Recife fue atacada a tiros la sede del Partido del Trabajo.

A Lula lo atacaron en las redes sociales como “candidato del mal” y con una serie de “fake news” afirmando que si llegaba a la presidencia cerraría las iglesias y los lugares de culto. Estos mensajes iban dirigidos al electorado evangélico que le había votado masivamente en las últimas elecciones presidenciales. La apasionada y fervorosa esposa Michele, en un mitin de cierre de campaña, proclamó: “El palacio presidencial de Planalto, antes estuvo ocupado por los demonios. Ahora está consagrado a Nuestro Señor, Jesús.”

Al ver que en los sondeos Lula aumentaba su distancia en intención de votos, o, al menos, lo reflejaban, Bolsonaro se lanzó a una frenética campaña sin fronteras. Con ocasión de los funerales y el entierro de la reina Isabel II se trasladó a Londres, se hospedó en la embajada brasileña de Mayfair y allí reunió, apoyado por los servicios diplomáticos, una serie de seguidores a los que Bolsonaro se dirigió en un mitin, ante la sorprendida mirada de “los bobbies” de seguridad. El contenido del discurso fue para decirle a la pequeña audiencia que su divisa para el próximo mandato presidencial era la de “Dios, patria, familia y libertad”.

El único debate de campaña que aceptó con Lula tuvo lugar el día 29, organizado por la televisión Globo, la cadena más vista del país. Bolsonaro perdió la compostura y atacó con inusitada virulencia a Lula, llamándole mentiroso, expresidiario, traidor a la patria, miserable y otros calificativos de grueso calado. Al calificarle de presidiario se refería a la condena de Lula por corrupción que finalmente fue anulada por el Tribunal Supremo, pero por la que pasó 580 días en prisión.

Al atardecer del domingo electoral, miles de seguidores de Lula se dirigieron al centro de las ciudades para celebrar su triunfo. No tenían dudas, Lula sería elegido presidente en la primera vuelta. Parecía imposible que no lo fuera dado que los sondeos le daban 14 puntos de ventaja sobre Bolsonaro. Llevaban cerveza y otras bebidas, pero cuando fueron apareciendo los primeros datos reales, los gritos de euforia se moderaron para terminar apagándose en la resignación cuando aparecieron los datos finales que daban a Lula el 48% y a Bolsonaro el 43%. Ocho puntos por encima de lo que habían pronosticado las encuestas. Los sociólogos explican este desfase porque los datos se hicieron públicos dos días antes y movilizaron al electorado de derechas, entre ellos a buena parte de los 60.000 evangélicos que hay en el país. Ahora, los dos tienen puesta la esperanza en la segunda vuelta. Ahora se puede decir con propiedad que ha llegado el duelo de titanes. Desde el minuto siguiente de hacerse públicos los resultados, los dos candidatos empezaron una nueva campaña para el duelo definitivo. Todos los observadores pronostican que será una campaña sucia y violenta. Veremos.

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