Pablo Llarena ha escrito el relato judicial más relevante de nuestra democracia. En el auto de 21 de marzo pasado se ilustra el devenir de unos hechos, que, partiendo del año 2012, conducen a la existencia de una trama criminal dirigida por esos políticos independentistas a subvertir el ordenamiento constitucional a través una cadena de actos ilegales para lograr la separación de una parte del territorio español. La ley de transitoriedad derogaba la Constitución en Cataluña, abolía la monarquía parlamentaria, anulaba el Estatut, suprimía la independencia del Poder Judicial, privaba del derecho al voto a los ciudadanos que no adoptasen la nacionalidad catalana, se apoderaba de todos los bienes del Estado, etc. Y se aprobó a propuesta del Govern, con la ayuda de Forcadell, sin competencias y sin respetar los mínimos derechos de la oposición.
Era obligado prever una reacción del Estado. Y frente a ella, estaba prevista la resistencia multitudinaria, activa y violenta, como la que se produjo en el asedio a la comisión judicial que el 21 de septiembre fue a registrar la Consejería de Economía, o frente a las resoluciones judiciales que ordenaban cerrar los colegios del referéndum ilegal del 1 de octubre. Hubo así desobediencia continuada, malversación, sedición y rebelión. No podemos olvidar que el Govern contaba con 18.000 hombres armados, y el 1-O los puso al servicio de la rebelión.
Montesquieu, que calificó al poder judicial como el más terrible de los poderes, dijo también que los jueces no pueden ser más la boca muda que pronuncia las palabras de la ley. Este mecanicismo del juez sería superado con la evolución desde el Estado liberal de derecho al social y democrático de nuestros días, en donde el juez trabaja con una realidad y sus turbulencias, afilándola con la razón normativa para que no le estalle en las narices y aplicando unas normas que no siempre son unívocas. Las decisiones judiciales no son así ideológicamente asépticas a la hora de «decir el derecho». Los jueces del Estado democrático no se limitan a aplicar mecánicamente la ley, sino que irremediablemente manifiestan en esta operación aplicativa su concepción sobre el momento social y político en el que las normas inciden.
Quizá por todo ello se ha llegado a decir, equivocadamente, que los jueces sustituyen a los políticos en la resolución de los problemas sociales. Ello supone desconocer que la legitimidad de los jueces se ejerce todos los días aplicando la Constitución y las leyes: únicos parámetros válidos de la actividad judicial. Una actividad de los jueces que está arropada siempre por el valor de la independencia, un valor irrepetible en los demás poderes públicos, que, por lo demás, tambén quedan obligados por el mismo mandato de sujección (artículo 9. 1 de la Constitución).
Pablo LLarena, como cualquier otro juez de España, no busca la heroicidad de sus actos. Su único valor es su independencia.